lunes, 15 de marzo de 2010

Empate en la inmovilidad. Por Jorge Raventos


El oficialismo evitó esta semana que el Senado perfeccionara el rechazo de la candidatura de Mercedes Marcó del Pont a la presidencia del Banco Central. La joven economista, que por ahora ocupa ese cargo “en comisión”, contaba ya con la impugnación de la Comisión de Acuerdos de la Cámara, que castigó con esa decisión su obediencia debida al Poder Ejecutivo en el traspaso al ministerio de Economía de reservas de la entidad monetaria, al margen del Congreso y contra expresas negativas judiciales.
El gobierno maniobró sobre el heterogéneo conglomerado al que taquigráficamente suele designarse como oposición política y consiguió adquirir algunas voluntades, las suficientes para eludir una derrota y forzar la retirada táctica del conjunto adversario.

El oficialismo celebró el instante como una victoria. Quizás en su creciente debilidad empieza a conformarse con triunfos episódicos; en cualquier caso, si esa escaramuza por Marcó del Pont puede considerarse una conquista módica del oficialismo, en cambio representó un golpe duro para las tribus antioficialistas, algunos de cuyos caciques se habían vanagloriado anticipadamente del rechazo de los pliegos de la economista y sufrieron así una decepción duplicada.
El paisaje resultante impulsó al senador Carlos Reutemann a declararse “desentusiasmado”. No es para menos: el gobierno resolvió no admitir su caída electoral de junio; está inequívocamente debilitado y se empeña en decisiones que no puede transformar en actos, como le ocurrió con el decreto de necesidad y urgencia 2010/09, que la presidente debió anular después de verse frustrada en llevarlo a la práctica durante casi tres meses.
Pero si el oficialismo está anémico, el combinado opositor no derrocha vigor precisamente. Así lo describe una de sus líderes, elisa Carrió: “En la oposición hay muchos que tienen miedo de gobernar y son funcionales a la amenaza de Kirchner; el mejor ejemplo es el avance del Senado que fue correcto hasta que ellos mismos se asustaron del avance”.
El cuadro que queda a la vista es el de un conflicto paralizante, una frenética inmovilidad.
El gobierno descubre una inédita dificultad para llevar la práctica sus planes y describe esa impotencia como el fruto de una conspiración destituyente. Exhibe así a menudo, sin maquillaje, un trasfondo autocrático: la impaciencia por no poder realizar sus caprichos (pintados como “convicciones”), el fastidio de encontrarse con los límites que imponen las normas, la división de poderes y –fundamentalmente- el mandato de las urnas. La reacción es, por ejemplo, la promesa de no cumplir con mandatos de la Justicia. La fragilidad política se trasmuta otras veces en la ostentación de una fortaleza fantasiosa, como la que le permitió a Néstor Kirchner disparar esta semana en Chaco que piensan “gobernar hasta 2020”.
El oficialismo debe mucho de su flojera crepuscular al extremo centralismo de su dispositivo político, que lo ha aislado paulatinamente no sólo de las estructuras territoriales y sectoriales del país, sino de los cuadros de su propia fuerza. En cualquier caso, ese mecanismo centralizado de mando presenta tácticamente algunas ventajas frente al archipiélago del no-kirchnerismo.
El problema principal de la llamada oposición no reside, sin embargo, en su diversidad , sino en el hecho de que carece de una plataforma común, de un piso compartido. Por el contrario, son los Kirchner quienes se benefician, como lo señaló agudamente esta semana Carlos Pagni en La Nación, de una “secreta solidaridad conceptual de muchos de quienes se les oponen. Ya se comprobó con la confiscación de los ahorros jubilatorios, la estatización de Aerolíneas o la ley de medios (…) parte del poder de los Kirchner se asienta sobre el consenso precapitalista de una porción relevante de la clase política argentina”.
Ese extraño consenso evidencia un anacronismo: en Argentina se discuten posicionamientos “de izquierda” o “de derecha” como si esas etiquetas implicaran posturas fijas y eternizadas. En un mundo en el que los países emergentes -desde China con el Partido Comunista hasta Brasil con Lula y el Partido de los Trabajadores, sin excluir al comunismo vietnamita, fundado por Ho Chi Minh o al Uruguay del Frente Amplio y los tupamaros, o a países que cuentan con liderazgos de centroderecha como el Chile de Piñera, la Colombia de Uribe o el México de Calderón- convocan a la inversión extranjera y pretenden beneficiarse del comercio libre y de las innovaciones de la producción capitalista, aquel consenso parece más bien congelados en términos de los años 50 o 60 del siglo pasado.
La recomposición política que el país espera, en la que sus fuerzas políticas mayores y dinámicas promuevan una nueva convergencia, no se logra mirando por el espejo retrovisor, sino a partir de la definición de un proyecto común anclado en el presente y orientado al porvenir.
El presidente de Brasil, Luiz Inazio Da Silva, Lula, tiró al canasto las ideas que lo inmovilizaban en el pasado: “No cambié yo, cambió el mundo”, explicó. Ni él ni su partido abandonaron su perspectiva de izquierda, pero hicieron un extraordinario esfuerzo de actualización ideológica y adecuación política que constituye una aleccionadora experiencia de adaptación creadora a las condiciones del mundo globalizado. Si Brasil puede hoy exhibir una presencia creciente en el planeta, si ha adquirido el rango de potencia regional con proyección mundial, si ha empezado a hacer retroceder la frontera de la pobreza es porque antes Fernando Henrique Cardoso y más tarde Lula (y con ellos las fuerzas políticas y sociales que representan y reflejan) se pararon sobre esa plataforma común que los vincula con las tendencias centrales del mundo actual. A partir de esa plataforma, los matices que los diferencian adquieren significación política.

Las batallas que emprende la oposición política en el Congreso, frente a un oficialismo en decadencia, están condenadas a oscilar entre el paso adelante y el inmediato paso atrás, mientras no consiga trascender el plano táctico y de procedimientos en el que se maneja; mientras no se rompa aquella “secreta solidaridad conceptual” que une a fragmentos de ese conglomerado con el gobierno al que los votantes le dieron el mandato de enfrentar.

El empate político en la inmovilidad al que hoy se asiste no se romperá, tampoco, apelando al arbitraje judicial. Si bien se mira, el arbitraje decisivo de los últimos años, el que determinó un nuevo protagonismo para el Congreso, el que formuló un programa de descentralización y federalismo y, en definitiva, generó consecuencias electorales en junio de 2009 fue la movilización de la conciencia ciudadana que acompañó al campo y a las provincias durante aquellos meses de 2008.

Para salir de la inmovilidad, la política argentina debería leer atentamente el significado y la proyección (todavía vigente) de aquellas movilizaciones.

No hay comentarios: