sábado, 6 de diciembre de 2008

Plan C (de Contingencia) con D (de Desconfianza). Por Jorge Raventos


El miércoles 10 de diciembre el matrimonio Kirchner celebra su sexto año en el gobierno de la Argentina y la rama femenina de esa sociedad conyugal cumple el primero como titular formal de la administración. Más allá de la cosmética y las sonrisas dibujadas para los registros fotográficos, el festejo estará atravesado por la melancolía: ya es evidente para todos (y en primer lugar para las figuras principales) que a la era K, alguna vez imaginada como un obstinado pas de deux de 16 años, sólo la ilumina el crepúsculo.

Victoria electoral, derrota política

En octubre de 2007, cuando recaudó el 45 por ciento de los votos emitidos, la señora de Kirchner presumió probablemente que el sueño familiar seguía viento en popa: con una oposición dividida, ¿quién le haría sombra a un gobierno con poderes extraordinarios, supremacía parlamentaria y una caja concentrada, ahora que, además, asumía la representación alguien conciente de que había que mejorar los modales exhibidos en la primera etapa y darle prolijidad a las formas?
Si se observaba con más atención, si se examinaba el contenido de aquel 45 por ciento, podían recogerse, sin embargo, algunas tendencias menos tranquilizadoras. El oficialismo, que durante sus años de apogeo había conquistado el apoyo de la opinión pública, había sido vapuleado por las clases medias urbanas y había caído derrotado no sólo en la Capital (lo que no es poco), sino en virtualmente todas las grandes ciudades del país. Las claves del porcentaje obtenido por la señora de Kirchner eran dos: las ciudades medianas y pueblos del interior y los votos del cordón industrial del Gran Buenos Aires, aportados por la estructura política del justicialismo de esos distritos.
En esta columna se señaló entonces que "si bien se mira, la victoria electoral obtenida por la primera dama es la coronación de un fracaso político. El kirchnerismo, desde el inicio de su gestión, procuró transformarse en expresión de algo nuevo, diferenciado del peronismo. Tanto el presidente como su esposa tomaron distancia de las tradiciones y la simbología peronista, y dedicaron a muchos de sus dirigentes palabras y señales de cuestionamiento y desprecio, resumidas en aquellas alusiones a Don Corleone que la primera dama dedicaba a su antiguo benefactor, Eduardo Duhalde, y al denigrado aparato bonaerense (…)El oficialismo transita ahora por un limbo en el que debe encontrar un equilibrio nuevo en su cúspide y digerir el fracaso de su proyecto de mudanza del peronismo a la transversalidad".
En rigor, antes que con las amenazas potenciales que lo acechaban comenzó a chocar con su propia sombra y a derrochar inclusive el capitalito electoral que había recoletcado. En pocas semanas (iniciadas antes aún de que la señora de Kirchner asumiera) tuvo que desproveerse de otro ministro de Economía (a esa altura ya había perdido tres), Néstor Kirchner se introdujo en una farsa internacional montada por su amigo Hugo Chávez y destinada a dar aire a la narcoguerrilla colombiana y a erosionar al gobierno constitucional de Colombia, que concluyó en un fiasco. Sobre llovido, mojado: en Buenos Aires se destapó el affaire de las valijas venezolanas repletas de dólares, primer capítulo de un escándalo que daría ( y dará) que hablar, el del financiamiento de la campaña que llevó a la señora de Kirchner a la Casa Rosada.
En marzo de 2008, apenas a tres meses de iniciar su gestión y a cinco de conseguir 45 de cada 100 votos emitidos en los comicios presidenciales, la esposa de Néstor Kirchner contaba en las encuestas con una imagen positiva de alrededor de 30 puntos. La caída hasta allí había sido notable. Pero sería mayor, porque en esos días se lanzaba el choque del gobierno con el campo, tras la imposición del sistema de retenciones móviles.


La caída

La rebelión del campo fue la primera manifestación vigorosa enfrentada contra el sistema de poder de los Kirchner y en el curso de esa batalla –promovida desde el centro del poder- el oficialismo no sólo perdió uno de sus dos principales sostenes electorales (pueblos y ciudades medianas del interior), sino que desgastó su sistema de disciplinamiento interno.
Hasta esos momentos, a caballo de una época de vacas gordas alentada por los altos precios de las exportaciones argentinas, el gobierno había edificado un sistema de poder hipercentralizado, basado en la confiscación de recursos del país interior y su concentración en la Caja Rosada, con la posibilidad de condicionar así el poder de cámaras legislativas, gobiernos provinciales y buena parte del sistema judicial, además de ejercer el control de las calles con un dispositivo clientelar.
La derrota política ante el campo –consumada en el Congreso y coronada con el voto no positivo del vicepresidente Julio Cobos- le enajenó al sistema K buena parte de esos mecanismos: perdió la calle, perdió el campo, tuvo que buscar nuevos recursos (que lo condujeron a expropiar a 9 millones de futuros jubilados en sus cuentas de capitalización), se dispersó su tropa (que ahora sólo se disciplina residual y laboriosamente) y se vio forzado a acentuar su abandono del discurso de la "nueva política" y la "transversalidad" y a replegarse defensivamente sobre las trincheras del aparato del PJ bonaerense. Las encuestas reflejaron el deterioro: tanto la señora como su esposo y gran elector cayeron en imagen positiva y no han dejado de hacerlo hasta hoy, cuando registran (dependiendo de la firma investigadora) poco más o poco menos de veinte puntos.
Entretanto, la lista de bajas sensibles sufridas por el sistema que Kirchner controlaba acompaña ese proceso y es elocuente. Ya tomaron distancia o cruzaron la calle el vicepresidente Julio Cobos, el ex jefe de gabinete y socio principal de la primera etapa K, Alberto Fernández, ex gobernadores como Felipe Solá, Jorge Obeid, Sergio Acevedo, Aníbal Ibarra, José Manuel De la Sota, gobernadores como Mario Das Neves, ex ministros como Roberto Lavagna y Martín Lousteau. Esa nómina está lejos de haberse cerrado. Junto al antikirchnerismo que cultivan hace largo tiempo sectores del peronismo (y, por cierto, también sectores de la oposición no justicialista), empieza a perfilarse un conglomerado post-kirchnerista.
Hay también otro sector en fuga: es de las corrientes que en los tiempos más caudalosos de la hegemonía K creyeron (o simularon creer, lo mismo da) en el sedicente carácter progresista del oficialismo. Mientras regaba el consumo y subsidiaba como si los recursos fueran infinitos, el gobierno convencía a algunos de que todas sus políticas tenían un sentido progresista y redistribuidor. Ahora, cuando a pesar de los años de vacas gordas de que gozó el país las cifras de pobreza e indigencia se encuentran en los alrededores de las que se registraban en la crisis de 2001 y 2002, esos mismos sienten que el relato progresista se fue al diablo y buscan nuevos horizontes. Esta semana dieron las hurras y partieron los grupos ultras gerenciados por Jorge Ceballos y Humberto Tumini. Son pérdidas simbólicas, más que numéricamente relevantes, aunque resienten aún más la pérdida del control callejero por partedel sistema K, cada vez más dependiente en ese campo de sus costosas y vacilantes negociaciones con el sindicalismo que acaudilla Hugo Moyano.
Hoy no alcanzan los llamados telefónicos y las presiones de Néstor K. para poner en caja a su propia tropa y sostener como en los últimos cuatro años el principio de obediencia debida. Cuando las encuestas de opinión pública revelan que la titular oficial del Ejecutivo y el gobierno en su conjunto recaudan en la sociedad ocho juicios negativos por cada dos favorables la apuesta por obediencia ha dejado de ser redituable.
El desgranamiento del frente gubernamental se manifiesta también en las bajas forzadas por el vértice K. Las más notorias han sido las de Héctor Capacciolli, y la de la titular de Medio Ambiente, Romina Piccollotti. Que ambos hayan formado parte de los equipos tutelados por Alberto Fernández y que el gobierno deslice de ambos a la prensa irregularidades de orden, digamos, administrativo-monetario, puede ser un síntoma de que el oficialismo procura derivar hacia el llamado "albertismo" los cuestionamientos de orden moral que apuntan contra el gobierno. La guerra es otra evidencia de la centrifugación.

La inseguridad y la contingencia

Parte de la herencia que escritura el kirchnerismo crepuscular consiste en inseguridad ciudadana e indefensión. Una política sistemática devaluó la autoridad y limitó severamente el control institucional de las calles. En los papeles el país cuenta con muchas fuerzas armadas y de seguridad (más que la mayoría de los estados: hasta hay una especial para el control de aeropuertos), pero éstas están insuficientemente perterechadas, su personal está magramente remunerado, el empeñamiento que se dispone para ellas es caprichoso (fuerzas de control de fronteras son empleadas para funciones de policía urbana, por ejemplo), su presupuesto, en particular por comparación con los que imperan en la región, es escuálido y la losa moral con la que se las sigue sofocando parece una condena perpetua e ilevantable.
Las voces civiles y políticas que se alzan para reaccionar ante la inseguridad (un fenómeno alarmante, que vuelve a provocar la movilización ciudadana) son cuestionadas o destratadas por el progresismo y por el oficialismo. El gobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli, se ha pronunciado con firmeza tanto sobre el tema de la inseguridad como del fenómeno paralelo y vinculado de la droga (ha rechazado la idea de la despenalización del consumo) y lo han castigado desde aquellas trincheras: un hombre de acceso fácil a Néstor Kirchner como Horacio Verbitsky definió como "desatinadas" y "represivas" las propuestas del gobernador bonaerense y lo acusó impulsar medidas que "contradicen políticas del gobierno nacional y resoluciones del sistema interamericano de derechos humanos". La cuestión de la inseguridad es una línea de falla en la inestable geología del oficialismo.
A esta altura, de todos modos, lo que concentra la atención del gobierno es la crisis, ese fenómeno que apenas semana atrás minimizaba, considerándolo problema de otros, "de los países del primer mundo". Eran los tiempos en que la señora de Kirchner hablaba en Washington del "efecto jazz" y les aconsejaba a las democracias avanzadas que pusieran en marcha "un plan B" (que la Argentina no necesitaba, según ella).
A falta de Plan B, esta semana la señora anunció un Plan C, es decir, lo que han bautizado como Plan de Contingencia para afrontar la crisis.
Un capítulo del Plan C está destinado a buscar recursos (o mirado desde otro lugar del mostrador: contribuir a blanquearlos). Ese fragmento del proyecto reside en una moratoria impositiva (vastamente cuestionada porque destruye una cultura tributaria basada en que se beneficie el que cumple, no el que evade) y en un plan de blanqueo de capitales que para muchos (sin excluir a embajadores de países poderosos) entraña el riesgo de dar piedra libre al lavado de dinero producto del crimen, la corrupción, el narcotráfico. No sería la primera vez que se buscan recursos de la venta de absoluciones.
El otro fragmento de la propuesta reside en derivar fondos del sistema jubilatorio para favorecer la compra de automóviles y electrodomésticos, alentar el consumo, hacer algunas obras públicas y dar crédito a empresas. Es decir: como para exhibir las características de su progresismo, lo que en los papeles se promete es que los jubilados subsidiarán con sus recursos (un pozo común que integra los fondos de capitalización recientemente expropiados y aún en situación litigiosa) el consumo y el crédito. Aunque los jubilados dedican al consumo la totalidad de sus limitados haberes, no se ha mencionado la posibilidad de derivar sus propios fondos a incrementos que sin duda dinamizarían velozmente la máquina económica.
En verdad, el Plan fue recortado y pegado vertiginosamente para que la presidente pudiera anunciarlo la semana que pasó, pero está lejos de hallarse concluido y más lejos aún de poder explicar su consistencia interna. Se desconoce, por caso, cómo se financiará sin desfinanciar simultáneamente otras obligaciones del Estado. No son pocos los economistas que presumen que se están contabilizando los mismos recursos para varios objetivos. El campo ha subrayado que las medidas que se anunciaron son irrelevantes para el sector y no mueven el amperímetro de la producción, de la rentabilidad ni de las perspectivas exportadoras.
Más allá de las críticas basadas en las matemáticas financieras, quizás el punto más vulnerable del plan oficial se encuentre en un punto menos cuantificable pero no menos influyente: la pérdida de confianza de los ciudadanos, determinada por la fabulación oficializada (emblemáticamente: las cifras del INDEC), los cambios erráticos de orientación, las medidas que afectan la propiedad y el ahorro de personas y empresas, los prejuicios intervencionistas. En 1995, en un libro titulado La societé de confiance, Alain Peyrefitte señalaba con agudeza que "el Capital y el Trabajo –considerados por los teóricos del liberalismo tradicional, así como por los técnicos del socialismo, como los factores del desarrollo económico- son en realidad factores secundarios". Agregaba que "el factor principal" que afectaba positiva o negativamente a aquellos factores clásicos era un "tercer factor inmaterial", un factor cultural: la confianza. "La sociedad de desconfianza –escribía Peyrefitte- es una sociedad temerosa, una sociedad en que la vida en común es un juego de suma cero, incluso de suma negativa…" mientras que "la sociedad de confianza es una sociedad en expansión, ganadora-ganadora (si tú ganas, yo gano)".
El crepuscular Plan de Contingencia del gobierno kirchnerista tiene inconsistencias internas, es irrelevante para el campo, olvida a los jubilados (salvo para tomar de su bolsa para el financiamiento). Pero su debilidad mayor reside en que el gobierno que lo propone ha perdido (ha derrochado) la confianza pública. En apenas un año (o seis, si quiere).

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