La Argentina que reconquistó su democracia quería dejar atrás la tiranía iniciada en 1976 con el derrocamiento de un gobierno peronista, así como una historia más extensa de confrontación, violencia y odio. Queríamos crecer en paz y recuperar el tiempo perdido. En ese primer capítulo avanzamos mucho en el terreno político, pero hubo asuntos de importancia en los que el doctor Alfonsín se vio desbordado, con riesgos para la gobernabilidad. Lo más complicado fue en el terreno económico: el gobierno radical no terminaba de entender el papel disolvente que jugaba la inflación. Fue ella la que terminó empujando anticipadamente al doctor Alfonsín fuera de la presidencia: la economía ardía, los precios volaban, se registraban saqueos, los comerciantes se armaban en autodefensa.
Ya electo presidente, asumí seis meses antes, a pedido del doctor Alfonsín. Cuando llegamos al gobierno, el Banco Central había agotado sus reservas, el país volaba de fiebre inflacionaria y estaba en desorden. Era una Argentina que debía romper su aislamiento e instalarse en un mundo transformado: acababa de caer el Muro de Berlín y estaba a punto de disolverse la Unión Soviética. Me tocó gobernar ese país, por mandato popular, durante dos períodos (y pico). En los 90 el país creció en paz; hicimos prevalecer un espíritu de reconciliación para terminar con odios y enfrentamientos del pasado, heredados de un largo período de terrorismo y contraterrorismo. Modernizamos la legalidad con una reforma constitucional aprobada unánimemente por todos los partidos políticos representados en la Asamblea Constituyente. No hay gobierno que no cometa errores, y nosotros seguramente cometimos muchos. Lo importante es no errar en lo fundamental, y allí creo que no nos equivocamos. ¿Qué es lo fundamental? El espíritu de unidad nacional y reconciliación, la defensa de todas las libertades, el respeto de la ley y la atención a los sectores más humildes. El rumbo de integración nacional, regional, continental y mundial: colocamos a la Argentina en un lugar de privilegio. Pusimos en marcha el Mercosur. Resolvimos todos los problemas limítrofes pendientes con Chile. Y establecimos relaciones maduras y constructivas con todos los países, empezando por Estados Unidos. Estoy muy orgulloso de la tarea que cumplí antes de entregarle –en perfecto orden y a tiempo, ni un minuto antes ni un minuto después– la banda presidencial a mi sucesor, un hombre de otro partido. La experiencia de la Alianza en el gobierno fue un retroceso. En dos años, quienes creían que esa unión circunstancial de fuerzas era una panacea caían en la antipolítica al grito de “Que se vayan todos”. Luego el “corralón” y la pesificación asimétrica pulverizaron los salarios y provocaron cifras inéditas de pobreza e indigencia. Hoy podemos decir que si la Argentina pudo salir relativamente airosa del colapso económico de diciembre de 2001 fue gracias a las inversiones y al aparato productivo que trabajosamente creamos en nuestro gobierno. En los últimos años hemos vivido una decadencia de las instituciones, una crisis de los partidos, miedos y presiones, cuyas consecuencias fueron apenas asordinadas por los efectos benéficos que el crecimiento económico del mundo y los formidables precios de nuestros productos exportables generaban en la sociedad. La decadencia se ha manifestado en un centralismo autoritario y confiscatorio que ha vaciado de poder a provincias y municipios, en violencia callejera, presiones sobre empresas y la prensa, inseguridad ciudadana e inseguridad jurídica. Pero no hay mal que dure cien años: la rebelión de la Argentina interior, la movilización ciudadana, el reclamo del campo, la protesta sindical y la actitud crítica de la opinión pública están anunciando que la democracia vuelve por sus fueros. Como en 1983, queremos crecer en paz y recuperar el tiempo perdido.
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