París. Fue Raymon Aron, el gran politólogo, quien siguió atentamente los pasos de la revolución socialcomunista que moría en Francia. El socialismo duro de los años 30, todavía menchevique, con un sentido marxista tan fuerte como el de los comunistas, empezó a transformarse en las primeras socialdemocracias. Estas se definieron por causa de los errores soviéticos, como la invasión de Checoslovaquia en 1968 y por el estallido de mayo del 68 en París, como expresión clara de una generación juvenil que no respetaba a De Gaulle ni a la sombría ortodoxia y dependencia del PC de Francia y la CGT. Lo cierto es que después del intento de Berlinguer en 1974, Raymond Aron podría confirmar que los socialismos, con mucha retórica y disimulo, comprendían que el vencedor del gran desafío del siglo XX entre Este y Oeste era el capitalismo.
Las socialdemocracias fueron las formas emergentes de eso que Aron llamó “los socialismos rendidos” (entre la evidencia del dominante capitalismo). La URSS no había alcanzado a Estados Unidos en la batalla estratégica ni en la del bienestar. Pese al esfuerzo de Kruschev con su fracasado intento de consumismo a la rusa. Los socialismos europeos renuncian a la concepción revolucionaria marxista. Las figuras centrales de esta transformación fueron Willy Brandt, Felipe González, Helmut Schmidt y Mitterand. De la vieja sustancia revolucionaria del socialismo de Pietro Nenni o de Léon Blum no quedaron rastros. Se acepta el campo del capitalismo liberal. A partir de la caída del muro de Berlín, Rusia renuncia a su ideología. El movimiento de mayo del 68, pese a su inviabilidad política, demostró que los problemas de la sociedad exigían respuestas más allá del encuadramiento exclusivo políticoeconómico. Aquí nace la pasión progresista por cambiar tradiciones y costumbres. Las ONGs de todo tipo, que van desde los homosexuales hasta las mujeres golpeadas o las minorías étnicas, ingresan con fuerza en los diálogos y confrontaciones de la sociedad occidental como un campo paralelo al de la política tradicional.
Los socialismos, “rendidos” a la evidencia del triunfo productivo y estratégico del capitalismo, encontrarán en las batallas del progresismo un campo de acción tan original como marginal. Las energías revolucionarias se travisten en una guerra costumbrista. El espacio mayor de conducción estratégica y de modificaciones sustanciales y del comando de “este” capitalismo enfermo tiene a las socialdemocracias como observadoras. Vemos hoy al centro derecha de Sarkozy, Angela Merkel, Berlusconi y del Partido Popular de España intentando consolidar las economías europeas y defendiendo sus intereses europeos propiciando reformas macroeconómicas sustanciales. Los partidos inocuos, desactivados, impulsan cambios que muchas veces no son sentidos por los pueblos, aunque son muy importantes, pero que exigen un sereno y meditado análisis para que las modificaciones no sean traumáticas para los niveles culturales vigentes.
Argentina no escapa a este proceso. El reciente debate sobre el matrimonio homosexual tuvo el carácter de algo decisivo. El país siguió en vilo la votación. Es un país que se deja emocionar por el actualismo de lo marginal, pero sin el debate dramático que merecen temas como la educación, el hambre, la criminalidad o el simple horror de no saber movilizarse ante la realidad de 12 millones de conciudadanos sin agua potable y 23 millones sin cloacas. Creemos que nos modernizamos con el progresismo costumbrista y, al mismo tiempo, seguimos cayendo en todos los niveles, al punto de ser un país lleno de dones y cualidades pero que no encuentra energías para salir de su decadencia. Necesitamos una gran política nacional. Los homosexuales necesitaban normas de convivencia. Pero era innecesario el exceso: el Senado aprobó, a contrapueblo, un cambio semántico al desnaturalizar la palabra “matrimonio” y sacrificarla como si se tratase de un juego de simple travestismo una concesión al fetichismo. En realidad, el matrimonio, matriz de la procreación, tiene la fuerza ontogenética, biológica, de su verdad natural. Una modificación del Código Civil no toca la esencia de las cosas.
Los socialismos, “rendidos” a la evidencia del triunfo productivo y estratégico del capitalismo, encontrarán en las batallas del progresismo un campo de acción tan original como marginal. Las energías revolucionarias se travisten en una guerra costumbrista. El espacio mayor de conducción estratégica y de modificaciones sustanciales y del comando de “este” capitalismo enfermo tiene a las socialdemocracias como observadoras. Vemos hoy al centro derecha de Sarkozy, Angela Merkel, Berlusconi y del Partido Popular de España intentando consolidar las economías europeas y defendiendo sus intereses europeos propiciando reformas macroeconómicas sustanciales. Los partidos inocuos, desactivados, impulsan cambios que muchas veces no son sentidos por los pueblos, aunque son muy importantes, pero que exigen un sereno y meditado análisis para que las modificaciones no sean traumáticas para los niveles culturales vigentes.
Argentina no escapa a este proceso. El reciente debate sobre el matrimonio homosexual tuvo el carácter de algo decisivo. El país siguió en vilo la votación. Es un país que se deja emocionar por el actualismo de lo marginal, pero sin el debate dramático que merecen temas como la educación, el hambre, la criminalidad o el simple horror de no saber movilizarse ante la realidad de 12 millones de conciudadanos sin agua potable y 23 millones sin cloacas. Creemos que nos modernizamos con el progresismo costumbrista y, al mismo tiempo, seguimos cayendo en todos los niveles, al punto de ser un país lleno de dones y cualidades pero que no encuentra energías para salir de su decadencia. Necesitamos una gran política nacional. Los homosexuales necesitaban normas de convivencia. Pero era innecesario el exceso: el Senado aprobó, a contrapueblo, un cambio semántico al desnaturalizar la palabra “matrimonio” y sacrificarla como si se tratase de un juego de simple travestismo una concesión al fetichismo. En realidad, el matrimonio, matriz de la procreación, tiene la fuerza ontogenética, biológica, de su verdad natural. Una modificación del Código Civil no toca la esencia de las cosas.
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