Desde hace tiempo venimos oyendo y leyendo opiniones coincidentes acerca de cómo el carácter atrabiliario de Néstor Kirchner conspira contra la estabilidad de su gobierno y atenta contra el éxito de sus iniciativas más ambiciosas. Según esta visión de las cosas, compartidas por casi todo el arco opositor y el periodismo desafecto, si Néstor fuese un individuo más amable, apacible y componedor y cuidara con mayor empeño su aspecto personal, ello mejoraría su performance política y tal vez muchos de sus excesos serían pasados por alto. El reciente episodio arterial padecido por Kirchner, ha vuelto a poner de actualidad estos comentarios.
A favor de esta hipótesis, se suele ejemplificar con el caso, verdaderamente curioso, de Daniel Scioli. Scioli es lo más parecido al protagonista del relato “Desde el jardín” de Jerzy Kosinski llamado Chance Gardiner que nuestra política aborigen ha logrado producir. No responde nunca a las preguntas más o menos comprometedoras que se le formulan. No se irrita, por lo menos en público. Cuando opina sobre algo que tiene que ver con la turbulenta realidad política de la Provincia que gobierna, siempre vierte un parecer entre optimista e ilusorio. Su rostro ha adquirido una consistencia pétrea, tal como se ha comprobado últimamente cuando debió soportar una especie de reprimenda pública de parte de Kirchner. Resiste cuanto agravio proviene de la pareja presidencial y cultiva una especie de estoicismo suburbano que merece, según las encuestas, una amplia aprobación de la ciudadanía.
Los que contrastan las imágenes públicas de Kirchner y Scioli, extraen de la comparación un corolario a mi parecer erróneo. Se dice: si Daniel, con su imagen propia de un Job de estos tiempos, siendo un gobernador menos que mediocre consigue un alto índice de popularidad, cómo no habría de beneficiarse Néstor si se calmase un poco, no vociferara tanto, acotara sus arrebatos de furia y morigera sus invectivas contra propios y extraños y cultivara una personalidad más scioliana.
Creo que este tipo de razonamientos padece una confusión elemental. NK no ha llegado hasta donde llegó a pesar de su mal carácter y sus malos tratos sino, contrariamente, en virtud de ellos. ¿Por qué motivos tenemos la osadía de aseverarlo? Porque Kirchner gobierna, in personam o por medio de Cristina, con un arma masiva de destrucción: el miedo. Se me dirá, con justa razón, que otros gobernantes también basaron su poderío en el miedo y, no obstante, no exhibían las malas maneras que caracterizan la personalidad de Kirchner. Es cierto. Pero esos mandamases podían asumir una apariencia pacífica y hasta dotada de cierta politesse porque detrás del escenario político había fuerzas armadas dispuestas a asumir lo más violento de la represión cuando hiciera falta. Y no hablo solamente de regímenes surgidos de golpes de estado militares, tan abundantes en nuestra América hasta pocos años atrás. Pensemos no más en el México gobernado por el PRI durante más de cincuenta años o en la Venezuela de Chávez cuyo verdadero poder depende de la fidelidad de los mandos militares.
Kirchner no sólo prescindió del respaldo de las FFAA sino que, juntamente con la Iglesia Católica, los militares fueron objeto de una muy estudiada y eficaz ofensiva que redujo al Ejército a la posición de mudo testigo de la política. ¿Con cuáles instrumentos Kirchner ha conducido hasta ahora su estrategia del miedo?
Acerca del miedo como instrumento de la política.
Si la política es el arte de conservar el poder obtenido y de alcanzar el poder que no se tiene, difícilmente se pueda instaurar el principio ético que condena la justificación de los medios en beneficio de los fines perseguidos. Por otra parte se sostiene que ni siquiera en el caso de que los objetivos buscados sean éticamente válidos, no cualquier medio a utilizar es moralmente aceptable.
La distinción entre medios y fines mereció, ya en la década de 1930, la atención de Aldous Huxley en un libro (“El Fin y los Medios. Una encuesta sobre la naturaleza de los ideales y sobre los métodos empleados para su realización.”) el cual resultó una valiosa puesta al día de la secular polémica sobre esta cuestión. Polémica en la que Maquiavelo sentó cátedra y ganó merecida fama. A partir de reflexiones como las que Huxley vuelca en su trabajo, surgieron muchos de los contenidos jurídicos que se aplicaron en la Segunda Postguerra por parte de las naciones vencedoras.
Sin embargo faltaba aun otra vuelta de tuerca sobre la cuestión. La evidencia de que el juzgamiento ético y jurídico sobre los medios podía independizarse de los fines perseguidos, se abrió paso la doctrina de que en la naturaleza de los medios empleados está implícita la esencia de los fines que se busca alcanzar. Esta concepción está presente en los debates sobre la guerra justa y sobre el terrorismo político.
Es evidente que todos sentimos temor, miedo, recelo, terror, y hasta pánico en algún momento de nuestras vidas. Sea que las amenazas provengan de la naturaleza – bajo la forma de terremotos o de epidemias- o de la acción de otros hombres, el miedo forma parte inescindible de nuestra personalidad porque es una reacción instintiva ante el peligro, cierto o imaginado. En el relato del Génesis, según el cual Adán, luego de haber comido el fruto del árbol prohibido, trata de ocultarse de Yahvé, éste le pregunta “¿Dónde estás?” y Adán responde: “Tuve miedo porque estoy desnudo y por eso me escondí”. Basándose en este pasaje, algunos exegetas de la Biblia sostienen que el miedo “es la primera emoción experimentada por un personaje de la Biblia”.
Si se centra el análisis en el temor que pueden inspirarnos otros seres humanos, fácil es advertir una situación hasta cierto punto paradojal: no podemos subsistir sino en sociedad con otros hombres pero sentimos temor ante lo que esos otros puedan hacernos. Es decir: los mismos que son necesarios para nuestra subsistencia, son los que generan nuestras aprensiones y temores. De tal manera, sentir miedo es consustancial a la existencia del individuo en el contexto social.
Existe una clase de individuos que razonablemente nos atemorizan. Son los criminales, los que atentan contra nuestra vida, integridad física o nuestra propiedad. Si bien no sabemos a ciencia cierta quiénes son o pueden llegar a ser los delincuentes, está claro que podemos prevenirnos de ellos, sea individualmente, sea con el concurso de las autoridades públicas. Pero ¿qué sucede cuando el miedo es inspirado por los actos de esas autoridades que democráticamente hemos elegido? Los regímenes autocráticos o totalitarios generan temor porque la amenaza de ejercer violencia sobre la población está siempre latente. No es este tipo de autoridad la que ahora tenemos presente.
En algunas democracias post-modernas de Occidente, el miedo se ha transformado en una herramienta política utilizada por los gobernantes al margen de la legislación vigente. Sin embargo entran en la ecuación del temor administrado, elementos que se extraen del arsenal de medidas de que se ha investido al Estado de Derecho con el fin de establecer el orden en la sociedad nacional. Así, por ejemplo, es bastante frecuente que se utilicen medios destinados a combatir la evasión tributaria como herramienta de presión contra reales o presuntos opositores del régimen gobernante. El reciente caso del allanamiento a las oficinas del diario “Clarín” es una muestra de lo expuesto.
Por su parte, el terrorismo internacional – más concretamente el que se vincula con el fundamentalismo islámico- es una fuente constante de temor, alentado por los gobiernos luego de los atentados del 11-S, que ha venido a reemplazar al generado por el llamado equilibrio nuclear cuya presunta fragilidad exponía a los países occidentales a las devastadoras consecuencias de un bombardeo con armas atómicas disparadas desde la URSS. Pero este tipo de terror es de procedencia exógena respecto de los regímenes gobernantes en Occidente y merece ser tratado en otro contexto.
La desviación de poder que entraña la consumación de actos como el mencionado respecto de “Clarín”, no obstante, no es lo más usual. Lo que realmente genera temor y, por lo tanto, produce el efecto de no hacer algo que disguste a las autoridades o de hacer lo que éstas desean, es la amenaza de ser objeto de un tratamiento específico de control y/o represión legalmente previsto que afectaría de alguna manera a la persona o a la empresa represaliada. Se sigue sin dificultad que este tipo de amenazas, comúnmente ejercidas sobre el empresariado, sólo pueden ser efectivas si en verdad el empresario amenazado “tiene algo que ocultar”. Y cuando este tipo de prácticas proliferan, se entra en una situación en la que “todos tienen algo que ocultar”.
El miedo a ser objeto de persecuciones basadas en el incumplimiento de normas vigentes cuya violación implica algún tipo de sanción, se añade al temor a ser apartado de determinadas ventajas y prebendas que el gobierno dispensa arbitraria o discrecionalmente. La búsqueda del lucro máximo en el menor tiempo posible, se encuentra detrás de esta vinculación entre los gobiernos y los empresarios que aspiran a contratar con el Estado o bien a quedar exentos de los controles y sanciones que los gobiernos pudieran aplicarles. En todos estos casos lo que se destaca son los comportamientos antijurídicos tanto de los gobiernos como de los privados y, en general, forman parte de la corrupción política hoy expandida por todo Occidente con algunas escasas excepciones.
Pero el miedo no sólo emerge de este tipo de situaciones. Tiene miedo el funcionario que con su conducta demuestra poca o ninguna afección por el gobierno del cual forma parte. Tiene miedo el periodista que publica informaciones u opiniones contrarias al gobierno. Y tiene miedo el ciudadano de a pie a quien la experiencia le ha enseñado a no confiar en la policía supuestamente organizada para protegerlo del delito.
Si bien es cierto que el miedo político se monta sobre ciertos mecanismos psíquicos que nada tienen que ver con él, tal como el miedo a las arañas o la hipocondría, lo cierto es que la población vive asediada por el temor de ser objeto de daños en su persona o en sus bienes. Ese temor, aun difuso y a veces no centrado en una amenaza real, genera lo que ha dado en llamarse sensación de inseguridad, concepto éste detrás del cual se pretende ocultar el incesante crecimiento de la criminalidad que padece nuestra democracia. El efecto del miedo específicamente ligado a un dato de la realidad, se potencia con la angustia que deriva del temor a ser agredido de las mil maneras en que se puede serlo por el mero hecho de abandonar el domicilio. La calle, desde las acechanzas del tránsito automotor descontrolado hasta los arrebatadores y extorsionadores disimulados bajo el disfraz de cuidacoches, limpiavidrios y mendigos con actitud de perdonavidas y de más en más agresivos, es un campo de Agramante en el que los ciudadanos “decentes” se han acostumbrado a utilizar técnicas de defensa que, si se llegan a desbordar debido a la inacción de las fuerzas de seguridad, plantean a corto plazo un tipo de conflictos que sólo pueden resolverse por medios violentos. Los escuadrones de la muerte en Brasil y los paramilitares en Colombia son ejemplos actuales de lo que se suele encontrar al final del camino de la justicia por mano propia.
El miedo político se instala sobre este cuadro de situación. Cuando el padre fundador de la ciencia política, Thomas Hobbes, identificó al Estado con el monstruo bíblico del Leviatán, construyó la base de la teoría que sostiene que la evitación de toda muerte no deseada por los individuos es la única justificación, en último término, de la existencia del Estado, del mando y de la obediencia. Por eso, cuando los gobiernos en lugar de instaurar la paz social, la seguridad personal y el imperio del derecho se dedican a fomentar los miedos sociales e instalan la violencia como forma de dirimir los conflictos de intereses, lo que hacen es deteriorar el fundamento del Estado y la autoridad de los gobernantes que de protectores del bienestar general, se convierten en sus amenazas principales.
Gobernar por medio del temor y la corrupción dentro de un sistema democrático es tan peligroso para la ciudadanía como para las instituciones políticas. Las formas más deplorables de clientelismo se basan en el miedo que genera la pobreza. En efecto: el cliente que vota según lo mandan los personeros de los gobiernos, sean éstos nacionales, provinciales o municipales, está prisionero en el reino de la necesidad, está al borde de no satisfacer necesidades primarias o bien se trata de un individuo corrompido que prefiere la dádiva a otras formas de ganarse la vida. Pero debe quedar en claro que el clientelismo político sólo crece y se reproduce en terrenos abonados por la pobreza y la indigencia.
Tenemos así que el uso político del miedo – la intimidación a escala social- es de práctica común en las democracias. La diferencia con los estados hipercontroladores, policiales, totalitarios y autocráticos, reside tanto en la forma de ejercer la intimidación como en los resultados que suelen obtenerse de ese ejercicio. En lo que hace a las formas, las democracias tratan de evitar el uso abierto de la coacción y de la violencia. Se usan métodos más sutiles para lo cual resulta esencial la información producida por los servicios de inteligencia que, desviados de sus funciones centradas en la seguridad de las instituciones frente a acechanzas externas o internas, son dedicados a espiar las vidas de opositores, disidentes y funcionarios desafectos al gobierno. La publicidad masiva que se puede instrumentar a partir de la información recogida, tiende a arruinar el prestigio del sujeto al que se pretende intimidar y, en otros casos, eliminarlo de la escena pública. Obviamente que esta información “reservada” puede ser utilizada – y de hecho lo es- para extorsionar de diversas maneras al “encartado”.
Algunos autores sostienen que la tolerancia que exhiben en relación al delito “común” los regímenes democráticos que cultivan tendencias autoritarias, se vincula con las prácticas intimidatorias utilizadas con fines políticos. Dicen, en este sentido, que la expansión del temor ante la proliferación del crimen, favorece la eficacia de la coacción psíquica sobre los sujetos pasivos de la intimidación. El ejemplo más a la mano que autores como Chomsky utilizan, es el de cómo el gobierno de George W. Bush manipuló a la opinión pública norteamericana luego de los atentados terroristas del 11-S. Se afirma, no sin razón, que la invasión a Irak no hubiese sido políticamente posible sin la previa expansión del temor a futuros atentados en el territorio de los Estados Unidos. De manera análoga, en la medida en que una determinada sociedad viva cotidianamente sometida al miedo de que las vidas, la integridad física y los bienes de los individuos sean objeto de agresiones provenientes de delincuentes que no son eficazmente controlados o reprimidos, las acciones de intimidación provenientes de los gobiernos se suman al temor preexistente y, de esa manera, dichas acciones resultan más efectivas.
Kirchner necesita “meter miedo”.
Se dice, y yo lo creo, que Kirchner no goza del afecto ni aun de sus colaboradores cercanos. Ni que hablar de los que forman parte de la Corte Nestoriana por motivos crematísticos y deseos de pisar alfombras rojas. Néstor ha tenido la innegable sabiduría de transformar la necesidad en virtud. Sabe, su biografía abunda en datos acerca de su psicología, que su personalidad no genera sentimientos empáticos ni afectivamente positivos. En lugar de seguir los consejos de Krishnamurti, Kirchner optó por extremar su perfil irascible, torvo y rencoroso. Advirtió sagazmente que su aspecto físico no le auguraba amores a primera vista. Y que, a segunda vista, no poseía herramientas de seducción aptas para granjearle adhesiones espontáneas. Seguramente, su bien entrenada inteligencia le propuso utilizar aquellas características innatas que lo hicieron atravesar sano y salvo circunstancias adversas, para obtener por el temor lo que el amor le negaba.
Cuando allá en Santa Cruz se dedicó a las ejecuciones prendarias e hipotecarias, Kirchner comenzó a adquirir fama de despiadado, una especie de Mr. Scrooge patagónico que muy pronto se sintió a sus anchas desahuciando deudores de la 1050 y acrecentando su patrimonio mediante la compra de propiedades hipotecadas a bajo precio. Su exitosa carrera política en la tierra de sus ancestros, es suficientemente conocida: siguió la misma técnica que la empleada en su rentable actividad profesional
Pero Kirchner es más sapiente que un simple conocedor del apriete y la coacción jurídica. Él conoce, quizá intuitivamente, la íntima contextura ética de la sociedad en que vive y gobierna. Sabe que la clase dirigente es mayoritariamente corrupta e ideológicamente impotente. Sabe, en definitiva, que todos tienen algo que ocultar. Que los políticos, los sindicalistas y los empresarios comparten historias de cohechos, fraudes impositivos y apropiación de dineros públicos. Y, con perspicacia, no ha movido un dedo para victimizarlos en los tribunales, salvo el caso de “Clarín” que, justamente, será su Waterloo. En lugar de denunciar los ilícitos que sus servicios de informaciones le anotician, confecciona carpetas que obran como factores de disuasión cuando un opositor o un renegado amaga con ventilar los secretos del régimen. Y cuando los periodistas publican artículos y libros sobre la corrupción gubernamental, Kirchner hace oídos sordos porque sabe que el impacto electoral de ese tipo de denuncias influye poco y nada en la intención de voto que es lo que realmente le interesa de cara al 2011.
En muchas oportunidades el periodismo creyó observar una dulcificación de la imagen de Kirchner. Siempre se trató de un espejismo. Kirchner obedece con notable constancia a aquella máxima sanmartiniana: “Serás lo que debas ser o sino no serás nada”. La que, aplicada al caso, debe traducirse como un mandato de fidelidad a la propia naturaleza, a lo que el Destino eligió para él. Un Kirchner vestido de franciscano es una burla atroz, en primer lugar a sí mismo y luego a todos los demás.
La más valiosa enseñanza que Kirchner legará a los futuros analistas de la historia de estos tumultuosos inicios del siglo xxi, es su capacidad para gobernar con la intimidación, la mentira y el desprecio sin el respaldo del poder militar. Es decir, sin que las FFAA intervinieran en la política, aun absteniéndose de irrumpir sobre el gobierno democráticamente electo. ¿Cómo le fue posible hacerlo? En primer lugar, reavivando los años negros del terrorismo de Estado y enjuiciando a sus principales ejecutores. Luego, instalando la violencia en las calles como medio de dirimir conflictos que la Constitución ordena institucionalizar, sea por medio del Poder Judicial, sea por la actividad del Poder Legislativo. De ahí la permisividad para con piquetes, escraches, bloqueos camioneros y toda forma de desórdenes en el espacio público. De ahí también el desinterés respecto de la expansión de la delincuencia y de toda forma de violencia callejera. El miedo que generan los criminales por su propia cuenta es funcional a la intimidación que se propaga desde las tribunas oficiales.
La naturaleza es el límite que la realidad impone a este modo de ejercer el mando. Las arterias de Néstor Kirchner soportan menos agresiones que las que serían necesarias para transformar al patagónico en un Superman de la política vernácula. Si todos los gobernantes están sometidos a un nivel de stress más alto que el que afecta al común de los mortales, la utilización irrestricta del recurso al temor de los demás, obliga a Kirchner a actuar obsesivamente como agente de la intimidación y perseguidor de enemigos, reales o inventados por la paranoia, inseparable de este tipo de personalidad.
Me causan gracia algunos médicos y opinadores televisivos que aconsejan a Kirchner moderar sus ímpetus, serenar su espíritu y apartarse, aunque sea un poco, de sus cotidianas obsesiones. Ignoran que él no puede hacerlo. Ni puede combatir contra su Yo dominante, ni es capaz de renunciar a las batallas electorales que se avecinan. Parece ilusorio suponer que Kirchner va a privilegiar su salud física por sobre su pasión política. Néstor Kirchner, nos guste o nos disguste, es el más acabado espécimen de zoon politikon que habemos en la Argentina. Unas complicaciones cardíacas no lo van a apartar de su camino porque su verdadera muerte sería la de abandonar la lucha por el poder. De un poder que él construyó siendo como es y no como los demás quisieran que fuera.
lunes, 13 de septiembre de 2010
El significado político de las arterias de Kirchner. Por Carlos P. Mastrorilli.
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