martes, 10 de noviembre de 2009

El verdadero nacimiento del mundo global. Por Daniel V. González


La existencia de un muro que cortaba en dos la ciudad de Berlín hoy puede parecernos una fantasía propia de una novela de ficción. Sin embargo, hace tan sólo 20 años que los alemanes del Este decidieron poner fin al espanto asfixiante de una valla kilométrica que partía en dos la ciudad, a Europa y al mundo.

Al decir del historiador británico Eric Hobsbawn, el episodio marcó el final del siglo XX. Pero, además, también constituyó el final de la Unión Soviética y, con ella, de la Guerra Fría y del socialismo como modelo de organización social superador del capitalismo. Las presuntas ventajas de una planificación centralizada de la economía desde el estado no fueron evidentes durante los setenta años que duró el experimento en la Unión Soviética: finalmente el denostado, injusto y arcaico sistema capitalista, fundado en la libertad individual y la iniciativa privada, con todos sus defectos e iniquidades, resultó el claro vencedor de la disputa: el socialismo se derrumbó víctima de su impotencia y acosado desde adentro de sus sólidas murallas.
Tan sólo un mes antes del comienzo del fin, el 7 de octubre de 1989, Mikhail Gorbachov concurrió a la celebración de los 40 años de la creación de la República Democrática de Alemania. Relata el ex secretario general de Partido Comunista de la URSS: “el primer ministro polaco, Mieczyslaw Rakowski, que estaba en la tribuna con el general Jaruzelski, justo detrás de mí, se inclinó hacia delante y me dijo:
-‘Mikhail Serguelevitch, ¿usted entiende alemán?’
- Lo suficiente como para comprender lo que gritan los manifestantes, respondí.
- ¿Comprende entonces que es el fin?, agregó Rakowski.
La conversación se refería a los miles de manifestantes alemanes del este que clamaban por libertad de opinión, elecciones libres y la posibilidad de viajar al exterior libremente.
La democratización era ya una demanda generalizada en el mundo socialista. En junio, Polonia había tenido elecciones libres y Lech Walesa había logrado una victoria aplastante. Un par de años antes, Gorbachov había percibido con claridad que la Unión Soviética demandaba cambios urgentes y los intentó para evitar el derrumbe que todos veían llegar. Así nació la Perestroika (Reestructuración), propuesta sintetizada en un libro y que procuraba corregir la paulatina desintegración de la otrora sólida estructura socialista que el paso de los años había ido carcomiendo de un modo imperceptible pero certero.
Ya desde 1985, al ser elegido secretario general del Partido Comunista, Gorbachov comenzó a diseñar las reformas económicas y políticas que consideraba imprescindibles.
La disolución del rígido orden social imperante se expresaba en el alcoholismo, el ausentismo laboral, el retraso tecnológico y productivo. Las medidas correctivas incluían una mayor cuota de libertad económica, mayor autonomía para que las decisiones empresarias, venta de algunas empresas públicas, reformas al sistema bancario, mayor libertad en los mercados.
Tras poco más de setenta años desde la Revolución Rusa, el socialismo había comenzado a evidenciar signos claros de agotamiento y su derrumbe era ya evidente. Fue eso lo que impulsó las reformas que, de todos modos, no lograron salvarlo.
Es en ese contexto, con esos antecedentes, es que miles y miles de alemanes del este comienzan a manifestar su disconformidad y sus deseos de una mayor cuota de libertad, especialmente la posibilidad de libre tránsito hacia occidente, hasta entonces prohibido estrictamente por las rígidas normas del socialismo.
Pocos días después de los fastos del 40º aniversario de la RDA, el presidente Erich Honecker, es obligado a renunciar y poco días más tarde, tras un plenario del Partido Socialista Unificado, se anuncia la promulgación de una norma que permitía a todo ciudadano de la RDA abandonar el país por cualquier puesto fronterizo. Era el 9 de noviembre de 1989. Miles y miles de berlineses se reunieron a ambos lados del muro y a las 22.30 se levantó la primera barrera fronteriza. El muro había sucumbido.

El socialismo deberá esperar
Como bien observa Carlos Escudé, el muro no se derrumbó sino que fue demolido voluntariamente. Y fue volteado desde el este. Y no es esta una acotación menor para quien quiera sacar conclusiones de ese formidable hecho histórico.
Una década antes, los chinos ya habían llegado a la conclusión de que su economía necesitaba cambios urgentes. Percibieron que los males económicos que los acechaban demandaban reformas fundadas en el estímulo de la actividad privada, el lucro individual y la libertad comercial y de empresa. No se les escapaba, claro está, que tales modificaciones iban en la dirección opuesta a la del sistema que habían fundado treinta años antes, en 1949. Por eso es que justificaron estas reformas con el lema de Deng Xiao Ping, en clave pueril: “No importa que el gato sea blanco o negro. Lo importante es que cace ratones”.
Carlos Marx, hacia mediados del siglo XIX, había previsto que el socialismo era inevitable en Europa y que el nuevo sistema llegaría como una necesidad ineluctable tras la saturación del capitalismo. Sostenía que un modo de producción cedía su lugar a otro cuando, según su sintética fórmula, las relaciones sociales de producción entorpecían el desarrollo de las fuerzas productivas. La Historia, entonces, se abría paso buscando nuevas formas de organización social.
Sus previsiones, sin embargo, no fueron exactas. El socialismo surgió no en la Europa civilizada y avanzada sino en la periférica Rusia de los zares y luego se extendió, con las armas del Ejército Rojo, sobre el este de Europa como consecuencia de la Segunda Guerra mundial. La muerte de Lenin y la expulsión de León Trotsky, consolidaron el estilo de José Stalin y su coexistencia pacífica: el mundo constataría la superioridad del socialismo y se volcaría masivamente hacia el sistema pensado por Marx.
La puesta en órbita del primer satélite, ya bajo el régimen de Nikita Jruchev, parecía indicar que la superioridad tecnológica del socialismo era algo irrefutable. Sin embargo, fue una ilusión que duró poco tiempo. Año tras año el sistema mostraba sus debilidades. La población era sometida a largas privaciones en nombre de una acumulación de capital cuyo final no estaba claro. La pérdida de las libertades individuales, políticas y económicas, se justificaban por la necesidad de preservar al sistema del acoso, el espionaje y los atentados de los grandes poderes mundiales.
Quienes buscaban, en occidente, una organización social más justa que la que ofrecía el capitalismo, se ilusionaban con el progreso económico y el florecimiento cultural del socialismo: veían un horizonte de fraternidad e igualdad solidaria que eliminaría la vigencia de la ley de la selva que suponía la propiedad privada y el capitalismo.
Eran los tiempos en que los viajeros hacia la URSS volvían maravillados porque los estudiantes rusos leían literatura clásica durante sus viajes en subterráneo. Un nuevo hombre, se decía, estaba naciendo. ¿El muro de Berlín? Era necesario para evitar que el occidente capitalista horadara el maravilloso mundo que se estaba construyendo silenciosamente con las ideas de Marx y a partir de la osadía de un puñado de intelectuales rusos que en 1917 habían tomado el poder en esa extensa y lejana región.
A lo largo de los años, las sucesivas sublevaciones habían sido sofocadas: Hungría (1956) y Checoslovaquia (1968). Pero ya no pudieron con Lech Walesa y el sindicato Solidaridad. Los cambios comenzaban a anunciarse. Un sector de la dirigencia soviética encabezada por Gorbachov, tomó conciencia de que las transformaciones eran inevitables. Y decidieron hacer algo al respecto. Así nació la Perestroika, un intento de reformas que procuraban salvar lo esencial del sistema, quizá a la manera china, pero que no hizo más que abrir la puerta a un vendaval sin retorno.

Los muros de la Argentina
Los chinos han sido quienes mejor lo han dicho: el socialismo había sido previsto para países con un gran desarrollo capitalista; no es un sistema que pueda prosperar en el atraso. Habrá que esperar entonces para más adelante.
La visión inicial de Francis Fukuyama sobre los acontecimientos de 1989, corregida en trabajos posteriores, no ha resultado desacertada en sus líneas generales: se abrió paso a una época en la que la democracia republicana como sistema político y el capitalismo como sistema económico serían los modos de organización social indiscutibles en todo el planeta.
Estos cambios en el funcionamiento y la organización del sistema económico mundial, impactaron en la Argentina no tanto como una simple irradiación de efectos inevitables sino como una justificación adicional para un proceso local que tenía vida propia.
Mientras esto ocurría desde la mitad de Europa hacia el Este, aquí asumía la presidencia Carlos Menem. Se encontraba con un país devastado pero, lo más importante, con rumbo incierto. Aquí también habíamos llegado a un pantano aunque de distintas características. En nuestro caso era la matriz ideológica que había dado lugar al peronismo de la posguerra la que ya mostraba claros signos de agotamiento: carecía de respuesta para los nuevos desafíos.
El Estado, que a partir de su actividad empresaria y su intervención orientada había intentado fundar un nuevo país industrial a partir de mediados de los cuarenta, se encontraba ya impotente y anquilosado, incapaz ya de llevar a cabo los emprendimientos que la necesidad histórica y política había puesto en sus manos. Eran necesarios algunos cambios que revitalizaran el aparato productivo nacional. Antes que Menem, ya Rodolfo Terragno –durante el gobierno de Raún Alfonsín- había vislumbrado la necesidad de nuevos enfoques en la estructura y gestión estatal. Cuando intentó dar algunos pasos, el propio peronismo se lo había impedido.
Los nuevos vientos mundiales indicaban claramente que el estado había fracasado en la gestión económica de largo plazo. El socialismo había perdido su batalla. Y este hecho constituyó un catalizador adicional para los cambios en la dirección que la propia realidad argentina, por sus propios motivos, reclamaba.
Pero esto ya es otra historia.



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