Antes de desplazarse a Chile para cerrar acuerdos con su colega Michelle Bachelet, la señora de Kirchner disparó el jueves 29 de octubre un certero decreto de necesidad y urgencia. El objetivo explícito del DNU residió en disponer una asignación mensual por hijo, que llegará a desocupados, trabajadores en negro y monotributistas sociales con hijos menores de 18 años. Bajo ese piadoso pabellón, el oficialismo apuntó a otros blancos, a los que asigna mayor importancia.
En primer lugar, con ese decreto el gobierno madrugó al conjunto de la oposición, que venía argumentando la urgencia de debatir la cuestión social como uno de los motivos para postergar la propuesta de reforma electoral que Olivos quiere dejar al menos con media sanción antes de perder la mayoría en el Congreso. Ahora, con el decreto de la asignación por niño firmado y publicado, la familia Kirchner cree haberle quitado excusas a los opositores, además de haberles “arrebatado la iniciativa” en el terreno social.
Dedicar un DNU a una causa tan unánimemente enarbolada como la lucha por la pobreza funciona, de paso, como una reivindicación indirecta del decreto como instrumento, a cuyo uso (de la mano con el veto) el gobierno se adivina impulsado por el destino a partir del 10 de diciembre, cuando se cierre la escribanía oficialista del Legislativo.
Más allá de ese detalle, el úkase del jueves 29 pretendió operar como un verdadero decreto-tapón: cerró la puerta al debate legislativo sobre la asignación universal (con acento en universal) por hijo que los partidos no kirchneristas y la propia Iglesia, como varias oenegés promovían. Si hay un tema en el que –al menos en las invocaciones- puede verse una importante cuota de consenso político es en la necesidad de dar respuestas al tema de la pobreza (sobre todo, a la pobreza extrema). Si el gobierno hubiera querido (y hubiese estado a invertir al menos la mitad del esfuerzo que dedicó a la ley de medios) el Congreso podría haber aprobado en dos o tres semanas el subsidio por niño.
Sucede que el gobierno no deseaba ese debate ni quería que la asignación por hijo quedara en manos del Legislativo, y ello por varios motivos.
Antes que nada porque en tal caso la asignación aprobada habría tenido carácter “universal” (no “especial”, como se decretó), habría alcanzado parejamente no sólo a dos millones de menores de 18, sino a todos (sin discriminaciones hacia arriba o hacia abajo), como un verdadero bien público garantizado. Y habría evitado de movida las intermediaciones y los clientelismos que el diseño decretado deja abiertos.
Otro motivo crucial para que los Kirchner prefirieran el decreto se centra en que el Congreso difícilmente hubiera admitido que el financiamiento del subsidio a la niñez estuviera a cargo de la Caja de los Jubilados. El gobierno, que hace apenas unas semanas se hizo aprobar en el Congreso un presupuesto de 300.000 millones para el 2010 no quiso invertir ni un vintén de los recursos que maneja la caja central para este subsidio, y por el decreto dispuso que los fondos salgan de la ANSES y del fondo destinado a compensar eventuales problemas financieros que en algún momento obstaculicen el pago de las prestaciones jubilatorias. El régimen previsional deberá dedicar casi 10.000 millones de pesos para asumir estas obligaciones que le han derivado.
Así, en lugar de promover medidas de redistribución de la riqueza para afrontar seriamente el tema de la pobreza extrema, el decreto oficial –para salvar y aun acrecentar los fondos que administra el gobierno - dispone que unos pobres (los jubilados) financien a otros.
Debe recordarse que los fondos de la ANSES, antes que a otros objetivos, deberían dedicarse a cumplir con su destino específico; el oficialismo viene gambeteando la obediencia de las disposiciones sobre actualización de ingresos de los jubilados que reclamó la Corte Suprema, tanto como condenando a miles de ancianos a atravesar años de litigio judicial para cobrar prestaciones mal liquidadas.
En rigor, el decreto no hace más que reincidir en un comportamiento largamente registrado por el gobierno. Una investigación del Instituto para el Desarrollo Social Argentino (Idesa) lo puso en cifras hace pocas semanas: menos del 1% de las transferencias directas de la Nación llegó a los sectores más empobrecidos en el primer semestre, pese a que la recaudación se expandió. Según cifras de la Secretaría de Hacienda del Ministerio de Economía, mientras el gasto de la Administración Pública Nacional aumentó en $25 mil millones, sólo $220 millones fueron directamente a intentar paliar el flagelo de la pobreza.
En fin, ventilar estos temas en el Congreso representaba una incomodidad para el gobierno. En un debate de esa naturaleza hubieran aparecido las cifras reales de la pobreza y la indigencia, que refutan clamorosamente las del INDEC. Con cerca de 35 por ciento de pobres, el país está desandando el camino que durante dos o tres años lo alejó de las catastróficas cifras del año 2002, cuando la mitad de la población estaba bajo la línea de la pobreza.
Hoy, por otra parte, la intensidad de la indigencia (el sector más vulnerable, más golpeado) es mayor. La desigualdad tiene perfiles territoriales; en el noroeste y el noreste (Chaco, Tucumán, Santiago del Estero, Jujuy, Misiones) los índices son de 10 a 15 puntos más altos que la media. También tiene perfiles que se relacionan con la edad: en la Argentina, la mayoría de los pobres son niños (en rigor, menores, poniendo como límite del segmento los 18 años) y la mayoría de los pobres son niños. Cada año nacen 200.000 nuevos pobres: los niños que se suman a las familias que viven por debajo de la línea de pobreza. Datos de IDESA apuntan que “en la población hasta 18 años de edad la pobreza asciende al 41%; en la población entre 19 y 60 años, la incidencia de la pobreza es del 22%; y entre los mayores de 60 años, la pobreza llega al 12%.” Es evidente que la pobreza ataca a los más jóvenes con una crudeza mayor. Hasta el punto de triplicar su incidencia con respecto a la población mayor de 60 años”.
Así, el decreto de necesidad y urgencia de la señora de Kirchner tuvo eficacia política de corto plazo al desconcertar a la oposición y al eludir –con aires resolutivos- un debate a fondo sobre la pobreza. Lamentablemente, el paso dado, aun considerando sus réditos laterales para el oficialismo, apenas roza una cuestión que reclama acción vigorosa sobre el corto y sobre el largo plazo.
Sólo en la provincia de Buenos Aires hay un millón de jóvenes de entre 14 y 21 años ubicados por debajo de la línea de pobreza, casi 700.000 en la indigencia, medio millón que no trabajan ni estudian. La mayoría, sumidos en situaciones familiares ya incapaces de ofrecer contención u orientación. En esas condiciones de anomia, descomposición y desesperanza operan las organizaciones del crimen, las redes del narcotráfico.
En situaciones sociales análogas –agravadas incluso por guerras y posguerras civiles- aparecen y proliferan fenómenos como el de las maras, esos extensos agrupamientos de la marginalidad juvenil -delictivos, violentos, ligados a la droga: legiones, más que bandas, por las dimensiones que alcanzan- que proliferan hoy en Centroamérica y más allá, en otros países de Latinoamérica, un fenómeno comparable al de los "bezprizornye”, ejércitos de niños huérfanos o abandonados de los primeros lustros de la Rusia Soviética, empujados a sobrevivir en una atmósfera de precariedad y brutalismo. Escribe Orlando Figes (La Revolución Rusa):
“Solían agruparse en bandas o grupos, durmiendo en edificios abandonados, estaciones o alcantarillas, y comiendo gracias al robo, al hurto, la mendicidad o protituyéndose. La actitud social hacia ellos era, en la mayoría de los casos, de abierta hostilidad. Más de uno fue linchado o golpeado hasta la muerte al ser sorprendido robando algo de comida. Tanto niño hambriento en las calles hizo proliferar la pedofilia, siendo frecuente encontrar niños y niñas prostituyéndose en muchas esquinas” .
Aunque ha soportado largos períodos de violencia y descomposición política, Argentina no atravesó extensas conmociones internas o guerras civiles explícitas. Presenta, sin embargo, cuando se mira a los bordes (unos bordes que cada vez están más próximos al centro) procesos y situaciones que evocan pavorosamente aquellos escenarios que tanto tiempo los argentinos estimaron muy lejanos.
Así, la cuestión social no puede ser considerada un argumento para el oportunismo, el simplismo o los escarceos de la pequeña política, sino una problemática que afecta en primer lugar a quienes sufren directamente la marginación y la indigencia, pero de inmediato, un asunto sin cuya resolución el destino mismo de la sociedad, como tal, se pone en juego.
Y esa resolución no se alcanza con un DNU.
En primer lugar, con ese decreto el gobierno madrugó al conjunto de la oposición, que venía argumentando la urgencia de debatir la cuestión social como uno de los motivos para postergar la propuesta de reforma electoral que Olivos quiere dejar al menos con media sanción antes de perder la mayoría en el Congreso. Ahora, con el decreto de la asignación por niño firmado y publicado, la familia Kirchner cree haberle quitado excusas a los opositores, además de haberles “arrebatado la iniciativa” en el terreno social.
Dedicar un DNU a una causa tan unánimemente enarbolada como la lucha por la pobreza funciona, de paso, como una reivindicación indirecta del decreto como instrumento, a cuyo uso (de la mano con el veto) el gobierno se adivina impulsado por el destino a partir del 10 de diciembre, cuando se cierre la escribanía oficialista del Legislativo.
Más allá de ese detalle, el úkase del jueves 29 pretendió operar como un verdadero decreto-tapón: cerró la puerta al debate legislativo sobre la asignación universal (con acento en universal) por hijo que los partidos no kirchneristas y la propia Iglesia, como varias oenegés promovían. Si hay un tema en el que –al menos en las invocaciones- puede verse una importante cuota de consenso político es en la necesidad de dar respuestas al tema de la pobreza (sobre todo, a la pobreza extrema). Si el gobierno hubiera querido (y hubiese estado a invertir al menos la mitad del esfuerzo que dedicó a la ley de medios) el Congreso podría haber aprobado en dos o tres semanas el subsidio por niño.
Sucede que el gobierno no deseaba ese debate ni quería que la asignación por hijo quedara en manos del Legislativo, y ello por varios motivos.
Antes que nada porque en tal caso la asignación aprobada habría tenido carácter “universal” (no “especial”, como se decretó), habría alcanzado parejamente no sólo a dos millones de menores de 18, sino a todos (sin discriminaciones hacia arriba o hacia abajo), como un verdadero bien público garantizado. Y habría evitado de movida las intermediaciones y los clientelismos que el diseño decretado deja abiertos.
Otro motivo crucial para que los Kirchner prefirieran el decreto se centra en que el Congreso difícilmente hubiera admitido que el financiamiento del subsidio a la niñez estuviera a cargo de la Caja de los Jubilados. El gobierno, que hace apenas unas semanas se hizo aprobar en el Congreso un presupuesto de 300.000 millones para el 2010 no quiso invertir ni un vintén de los recursos que maneja la caja central para este subsidio, y por el decreto dispuso que los fondos salgan de la ANSES y del fondo destinado a compensar eventuales problemas financieros que en algún momento obstaculicen el pago de las prestaciones jubilatorias. El régimen previsional deberá dedicar casi 10.000 millones de pesos para asumir estas obligaciones que le han derivado.
Así, en lugar de promover medidas de redistribución de la riqueza para afrontar seriamente el tema de la pobreza extrema, el decreto oficial –para salvar y aun acrecentar los fondos que administra el gobierno - dispone que unos pobres (los jubilados) financien a otros.
Debe recordarse que los fondos de la ANSES, antes que a otros objetivos, deberían dedicarse a cumplir con su destino específico; el oficialismo viene gambeteando la obediencia de las disposiciones sobre actualización de ingresos de los jubilados que reclamó la Corte Suprema, tanto como condenando a miles de ancianos a atravesar años de litigio judicial para cobrar prestaciones mal liquidadas.
En rigor, el decreto no hace más que reincidir en un comportamiento largamente registrado por el gobierno. Una investigación del Instituto para el Desarrollo Social Argentino (Idesa) lo puso en cifras hace pocas semanas: menos del 1% de las transferencias directas de la Nación llegó a los sectores más empobrecidos en el primer semestre, pese a que la recaudación se expandió. Según cifras de la Secretaría de Hacienda del Ministerio de Economía, mientras el gasto de la Administración Pública Nacional aumentó en $25 mil millones, sólo $220 millones fueron directamente a intentar paliar el flagelo de la pobreza.
En fin, ventilar estos temas en el Congreso representaba una incomodidad para el gobierno. En un debate de esa naturaleza hubieran aparecido las cifras reales de la pobreza y la indigencia, que refutan clamorosamente las del INDEC. Con cerca de 35 por ciento de pobres, el país está desandando el camino que durante dos o tres años lo alejó de las catastróficas cifras del año 2002, cuando la mitad de la población estaba bajo la línea de la pobreza.
Hoy, por otra parte, la intensidad de la indigencia (el sector más vulnerable, más golpeado) es mayor. La desigualdad tiene perfiles territoriales; en el noroeste y el noreste (Chaco, Tucumán, Santiago del Estero, Jujuy, Misiones) los índices son de 10 a 15 puntos más altos que la media. También tiene perfiles que se relacionan con la edad: en la Argentina, la mayoría de los pobres son niños (en rigor, menores, poniendo como límite del segmento los 18 años) y la mayoría de los pobres son niños. Cada año nacen 200.000 nuevos pobres: los niños que se suman a las familias que viven por debajo de la línea de pobreza. Datos de IDESA apuntan que “en la población hasta 18 años de edad la pobreza asciende al 41%; en la población entre 19 y 60 años, la incidencia de la pobreza es del 22%; y entre los mayores de 60 años, la pobreza llega al 12%.” Es evidente que la pobreza ataca a los más jóvenes con una crudeza mayor. Hasta el punto de triplicar su incidencia con respecto a la población mayor de 60 años”.
Así, el decreto de necesidad y urgencia de la señora de Kirchner tuvo eficacia política de corto plazo al desconcertar a la oposición y al eludir –con aires resolutivos- un debate a fondo sobre la pobreza. Lamentablemente, el paso dado, aun considerando sus réditos laterales para el oficialismo, apenas roza una cuestión que reclama acción vigorosa sobre el corto y sobre el largo plazo.
Sólo en la provincia de Buenos Aires hay un millón de jóvenes de entre 14 y 21 años ubicados por debajo de la línea de pobreza, casi 700.000 en la indigencia, medio millón que no trabajan ni estudian. La mayoría, sumidos en situaciones familiares ya incapaces de ofrecer contención u orientación. En esas condiciones de anomia, descomposición y desesperanza operan las organizaciones del crimen, las redes del narcotráfico.
En situaciones sociales análogas –agravadas incluso por guerras y posguerras civiles- aparecen y proliferan fenómenos como el de las maras, esos extensos agrupamientos de la marginalidad juvenil -delictivos, violentos, ligados a la droga: legiones, más que bandas, por las dimensiones que alcanzan- que proliferan hoy en Centroamérica y más allá, en otros países de Latinoamérica, un fenómeno comparable al de los "bezprizornye”, ejércitos de niños huérfanos o abandonados de los primeros lustros de la Rusia Soviética, empujados a sobrevivir en una atmósfera de precariedad y brutalismo. Escribe Orlando Figes (La Revolución Rusa):
“Solían agruparse en bandas o grupos, durmiendo en edificios abandonados, estaciones o alcantarillas, y comiendo gracias al robo, al hurto, la mendicidad o protituyéndose. La actitud social hacia ellos era, en la mayoría de los casos, de abierta hostilidad. Más de uno fue linchado o golpeado hasta la muerte al ser sorprendido robando algo de comida. Tanto niño hambriento en las calles hizo proliferar la pedofilia, siendo frecuente encontrar niños y niñas prostituyéndose en muchas esquinas” .
Aunque ha soportado largos períodos de violencia y descomposición política, Argentina no atravesó extensas conmociones internas o guerras civiles explícitas. Presenta, sin embargo, cuando se mira a los bordes (unos bordes que cada vez están más próximos al centro) procesos y situaciones que evocan pavorosamente aquellos escenarios que tanto tiempo los argentinos estimaron muy lejanos.
Así, la cuestión social no puede ser considerada un argumento para el oportunismo, el simplismo o los escarceos de la pequeña política, sino una problemática que afecta en primer lugar a quienes sufren directamente la marginación y la indigencia, pero de inmediato, un asunto sin cuya resolución el destino mismo de la sociedad, como tal, se pone en juego.
Y esa resolución no se alcanza con un DNU.
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