A principios de este milenio, importando (sin pagar licencia) una consigna del travestido comunismo italiano, Carlos “Chacho” Alvarez proponía como objetivo de -¿se acuerdan?- la Alianza , hacer de la Argentina : “un país normal”. Aunque él lo ignorase, Alvarez se inscribía con ese lema en lo que Jorge Asís (en rigor, la licenciada Carolina Mantegari, su sombra) denomina “el ineludible autocolonialismo cultural”, una acendrada vocación de sectores de la intelligentzia predispuestos a copiar frases y fórmulas surgidas de otras experiencias y a practicar la autoincriminación nacional. Proponer la “normalización” del país equivale, si bien se mira, a diagnosticar una enfermedad, una excepcionalidad argentina y a recetar consecuentemente una terapia específica para “anormales”.
Es cierto, los argentinos tenemos nuestras extravagancias: aquí se han secuestrado o mutilado cadáveres ilustres y se ha hecho un paralelo culto de los muertos; se ha ametrallado o atormentado a líderes gremiales, militares, estudiantes o guerrilleros; aquí se ha instaurado el “matrimonialismo” como modelo de ejercicio presidencial y se invoca la equidad social para justificar un brutal proceso de centralización y concentración de la riqueza. Pero “anormalidad”… ¿por comparación con quién?, podría preguntarse. Veamos: ¿con países donde presidentes o primeros ministros mueren asesinados, como Estados Unidos o Suecia, o donde ex presidentes mueren envenados, como hoy se sospecha que le ocurrió a Eduardo Frei Montalva en Chile? ¿La comparación es quizás con ese país hermano en el que un ex sacerdote y hombre de ideas progresistas a poco de asumir la presidencia se ha visto enfrentado a la existencia de un número extenso (y creciente) de hijos surgidos de diversas relaciones obviamente extramatrimoniales? ¿Con la Italia del mismísimo Silvio Berlusconi, criticado desde algunos medios por sus fiestas zafadas y sus escorts? ¿Con la Francia donde el ministro de Cultura, sobrino de un ex presidente, exalta el turismo sexual a destinos exóticos? En fin, la lista podría continuarse hasta agotar el catálogo de miembros de las Naciones Unidas: hay una inconducente falta de perspectiva en esa inclinación a atribuir a algún metafísico mal nacional los problemas que el país afronta cuando debe abordar los desafíos de progresar, de vincularse con el mundo o de hacerse cargo de las transformaciones de la época.
Conviene, más bien, registrar sin disimulos ni subterfugios los problemas a resolver y hacerlo con pensamiento propio, en lugar de esconderse tras anteojos ajenos o excusas ideológicas.
Abel Parentini Posse es un reconocido intelectual y un polemista sin pelos en la lengua. Se podrá adscribir o no a muchas de sus afirmaciones, pero lo que no puede negarse es que su estilo, lejos de inscribirse en la línea insípida y esterilizada de lo “políticamente correcto”, se ubica en la estirpe sanguínea, atrevida y provocativa que ejercitaron los mejores pensadores de la Argentina, de Sarmiento y Alberdi a Leopoldo Lugones o Arturo Jauretche, de José Hernández y Olegario Andrade a Ramón Doll o Rogelio Frigerio.
Esta semana, en un movimiento inesperadamente audaz , Mauricio Macri designó a Posse ministro de Educación de la Ciudad de Buenos Aires, en lugar de Mariano Narodowsky, un técnico prolijo que, pese a moderar sus posturas pedagógicas más filosas para no chocar frontalmente con el establisment educativo y gremial, terminó siendo empujado fuera de su cartera con una rocambolesca historia de espionaje destinada en principio a descalificar la instauración de la policía porteña.
Era esperable que la figura de Posse suscitara el rechazo de los sectores dominantes en el sistema educativo. Resulta interesante observar que ese rechazo asumió la intención de una proscripción ideológica, se pareció al deseo de instaurar una suerte de delito de opinión.
“Mussolini y Hitler son un poroto al lado de este personaje”, aventuró un gremialista y legislador kirchnerista, Francisco Nenna. Después de esa moderada analogía, concluyó que Posse “es un personaje nefasto que no puede estar al frente de un sistema educativo”
“Tendría que responder por qué fue diplomático en la dictadura militar”- increpó sin demasiada coherencia el secretario general de uno de los gremios docentes , Manuel Gutiérrez. Esa pregunta podría hacérsela a los afiliados a su sindicato, y los maestros y profesores que siguieron en sus puestos durante los años del Proceso le responderían, con toda lógica, que no querían abandonar la profesión para la que se formaron. ¿Sería ese un crimen, acaso?
El barullo alrededor de Posse se generó porque el flamante ministro porteño había dicho por los medios algunas cosas que sus opositores prefirieron adjetivar antes que discutir. Por ejemplo, Posse, interrogado sobre el tema de la seguridad, afirmó que “en nuestro país el gatillo fácil lo tienen los delincuentes”, que “reprimir es obligación del Estado” y que “cuando se asesina disparando sobre alguien indefenso, a los 14 o 16 años, no hay niño que valga, la entidad ‘asesino’ prevalece sobre la entidad biológica”. Esos juicios, que para dirigentes como Nenna o Gutiérrez convierten a Posse en alguien peor que Hitler y para algunos columnistas expresan “una derecha rancia”, pueden ser minoritarias en los círculos bienpensantes pero reflejan con enorme nitidez lo que opinan amplísimos sectores del popolo minuto, que es la víctima principal de la delincuencia y el que más sufre la “sensación de inseguridad”, para decirlo con la célebre frase de Aníbal Fernández. “¿Qué cantidad de poder tendrá que tener el futuro gobierno democrático después de la demolición institucional de los K y la anarquización, desjerarquización e indisciplina que van de la misma familia, al colegio, a la universidad?”, se preguntó el futuro ministro de Educación.
Se refirió también a cierta acción gremial de los sindicatos docentes, quejándose de quienes “negocian sobre los chicos, que es como ponerles un revolver en la cabeza”. La imagen podrá sonar fuerte, pero no está mal que un ministro de Educación recuerde que el centro y el objetivo del sistema son los niños y su formación, y que a ese objetivo deben subordinarse todos los medios disponibles.
La situación general y la jerarquía de valores están tan desquiciadas que hablar desde el sentido común parece una desmesura.
El movimiento que llevó a Mauricio Macri a designar a Posse pareció formar parte de un giro más amplio del jefe porteño: sus principales designaciones de mitad de mandato estuvieron ligadas a una mayor politización de su gabinete, hasta ahora caracterizado más bien por lo técnico y por la ilusión de una gestión neytral y eficaz. Además de Posse, Macri incorporó como ministro a Diego Santilli, una expresión del peronismo dentro del Pro. Si se recuerda que Posse forma parte del Movimiento Productivo Argentino que orienta Eduardo Duhalde y fue acercado al jefe de gobierno por Ramón Puerta, una de las primeras espadas del peronismo federal, habrá que deducir que Macri encara la segunda etapa de su gobierno capitalino mirando a una estrategia nacional en la que busca estrechar los vínculos con el peronismo no kirchnerista.
En la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli también introdujo cambios en su equipo coincidentes con la mitad de mandato. Su hermano José dejó la secretaría general y allí probablemente arribe un hombre de mucha confianza del gobernador, Javier Mouriño. Se fue asimismo Claudio Zin, del ministerio de Salud, una cartera golpeada por el escándalo de los medicamientos adulterados. Pero los problemas que afronta Scioli van más allá de los temas de gabinete. La dependencia bonaerense de los recursos que la caja central le provee con cuentagotas complica la gestión y provoca malestar político.Los problemas en el terreno de la seguridad son un epifenómeno de enorme repercusión de esa cuestión de fondo. Los jefes territoriales del Gran Buenos Aires deliberan en las últimas semanas en diferentes cenáculos, alguno coordinado por Sergio Massa, otro –más vigoroso- contenido por el vicegobernador Alberto Balestrini. Hay preocupación por la situación de la provincia, hay malestar por la presión que Néstor Kirchner ejerce sobre el distrito. Hay inquietud por el proyecto que se cocina en Olivos de establecer a un “pingüino” (¿Julio De Vido?) como administrador de un fondo especial, en una suerte de intervención financiero-política de la provincia. La combinación de todas esas dificultades constituye la pesada cruz que Daniel Scioli viene cargando.
En el riñón del gobierno de la familia Kirchner empieza a cundir el temor por la situación bonaerense. Menos por los padecimientos del gobernador que por la certeza de que una crisis en el distrito representa una peligro mortal para la gobernabilidad.
domingo, 13 de diciembre de 2009
La utopía del "país normal". Por Jorge Raventos
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