domingo, 31 de enero de 2010

Las órdenes que ya no se cumplen. Por Jorge Raventos


La Reina se puso roja de furia, y, tras dirigirle
una mirada fulminante y feroz, empezó a gritar:
--¡Que le corten la cabeza! ¡Que le corten...!
--¡Tonterías! --exclamó Alicia, en voz muy alta y decidida.
Y la Reina se calló.

Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas

“Para nosotros la renuncia no existe y no se la acepta”. La doble negación, digna del Sombrerero de Alicia en el País de las Maravillas, pertenece al proverbial jefe de gabinete, Aníbal Fernández, y la pronunció por C5N tan pronto supo que Martín Redrado había anunciado su dimisión a la Presidencia del Banco Central.
Fernández es un tipo singular: a principios de enero anunció la aceptación de una renuncia que Redrado jamás había presentado, y se indignó mal con el economista por no haberlo hecho. Ahora, cuando la dimisión se consuma, la declara inexistente para rechazarla. Conclusión paradójica: el jefe de gabinete sólo aprueba abdicaciones a condición de que sean irreales.

Bromas aparte, hasta en el epílogo de este entremés Redrado consiguió sorprender, desconcertar y cabrear al Poder Ejecutivo. Primero disparó un mecanismo que –Justicia mediante- trabó el manotazo sobre las reservas del Banco Central iniciado por el matrimonio Kirchner con la creación del llamado Fondo del Bicentenario. Segundo, al resistir la retirada a los empujones que el Ejecutivo quiso imponerle, se transformó de hecho en un defensor de la autonomía del Banco Central y del respeto a las normas que la rigen, básicamente la ley de la Carta Orgánica de esa entidad. Y obligó al ejecutivo a dar marcha atrás.
La inopinada resistencia de Redrado se corrresponde con un nuevo alineamiento de los planetas. Después de la derrota electoral sufrida por el kirchnerismo el 28 de junio, el Congreso ha dejado de ser una escribanía del Ejecutivo y la Justicia se siente más estimulada a sostener su independencia frente a las presiones. En las propias filas oficialistas florece el espíritu crítico. La opinión pública hace rato que tomó distancia del gobierno y ya no hay técnica de relaciones públicas que pueda ensayar la Presidente que consiga tornarla simpática para la inmensa mayoría.
En ese contexto, y ante la evidencia que sus úkases no eran obedecidos, el gobierno retrocedió y tuvo que leer mejor la Carta Orgánica del Banco Central.
Allí dice sin lugar a equívocos que el directorio del Banco Central (incluido, obvio, su Presidente) está legalmente obligado a no recibir órdenes del Poder Ejecutivo y éste sólo puede remover a sus miembros si “mediare mala conducta o incumplimiento de los deberes de funcionario público”, y contando para ello “con el previo consejo de una comisión del Honorable Congreso de la Nación”.
El decreto “de necesidad y urgencia” suscripto el 7 de enero por la señora de Néstor Kirchner y todos sus ministros para desplazar a Redrado no reunía las condiciones requeridas por la Ley y era, por lo tanto, un instrumento inadecuado para el objetivo que perseguía. Al rechazar legalmente su cumplimiento y presentarse ante la Justicia, Redrado contribuyó a la defensa de las instituciones y de la Ley y forzó al Poder Ejecutivo a –en palabras de las Camaristas de segunda instancia que fallaron en el incidente- al “público compromiso tendiente a sanear los óbices legales que fueron el fundamento central de la tutela judicial”; en otros términos: se “sanea” lo que está mal hecho. La Presidente fue empujada a someterse al consejo de la comisión legislativa previsto en el artículo 9 la Carta Orgánica del Banco Central, algo de lo que había pretendido exceptuarse.
Como prefiere gambetear las normas y considera “horrendos” (palabra de Néstor Kirchner) los fallos de la Justicia que se las recuerdan, el Ejecutivo se sometió a las circunstancias pero eludió, de todos modos, la indispensable anulación del decreto “de necesidad y urgencia” que había suscripto el 7 de enero.
La Comisión Legislativa inició sus sesiones durante la semana para dar “consejo previo” sobre una decisión que el Poder Ejecutivo ya había adoptado. Presidida por el vicepresidente Julio Cobos y constituida parcialmente (ya que el Senado no designó representantes), la comisión inició sus reuniones bajo una fuerte presión del gobierno, dirigida en especial contra el vicepresidente, tildado de “conspirador” y enemigo del gobierno por un coro de voceros oficialistas. Desde el entorno de Cobos surgieron señales de que la presión rendía sus frutos: se sugería que (en sintonía con los juicios públicos contemporizadores con la Casa Rosada de algunos dirigentes radicales, en primer lugar Ricardo Alfonsín) Cobos terminaría acompañando con su voto al oficialismo en la destitución de Redrado. En principio, Cobos guardó silencio sobre la subsistencia del DNU del 7 de enero y no reclamó su anulación previa al trabajo de la Comisión. El gobierno pretendía a esa altura provocarle daños no sólo a Redrado, sino al conjunto de sus adversarios: quería ratificar de una buena vez el despido del presidente del Central, ahora con apoyo de la Comisión Legislativa, dejar a Cobos en una situación incómoda y colocar una cuña en el frente opositor.
Por ese motivo, la renuncia de Redrado fue como un baldazo de agua helada para el kirchnerismo, porque el economista les vuelve a ganar la iniciativa. Su dimisión deja a Cobos y al otro miembro opositor de la Comisión Legislativa, Alfonso Prat Gay, ante la chance de omitir el consejo que, de modo tardío e inadecuado pretendía la Casa Rosada para dar aval y maquillaje a la sentencia ya firmada. La renuncia de Redrado vuelve abstracta la función de la Comisión (que, de hecho, ya lo era si no mediaba previamente la anulación del DNU del 7 de enero). Cobos y Prat Gay pueden argumentar con total legitimidad que la crisis entre el Ejecutivo y el Central queda zanjada por la renuncia y que sólo resta aceptarla para cerrar el capítulo. En rigor: sólo hace falta volver a la aceptación que Aníbal Fernández anunció prematuramente en los primeros días del año. Podrá afirmarse así del jefe de gabinete, como se decía de Bernardino Rivadavia, que es un hombre que se anticipa a su tiempo.
Una vez cerrado el episodio Redrado, quedan para el gobierno las consecuencias de esta batalla perdida: tendrá que seguir fatigando la imaginación de sus menguados cuadros para encontrar de dónde conseguir los fondos que ya no podrán extraerse del Fondo del Bicentenario. Es una tarea urgente, porque la caja, ese gran instrumento de disciplinamiento político, está exhausta. Y los signos de descontento y desconfianza cunden en la propia tropa. Las órdenes ya no se cumplen: se examinan.
Si ya son muchos –ex jefes de gabinete, ex ministros, congresistas, jefes territoriales, líderes de movimientos sociales, sindicalistas- los que desertaron del kirchnerismo, el tiempo de las vacas flacas que se abre probablemente se convierta en el momento de la eyección para muchísimos más. Los signos están a la vista. Sobrevuelan los buitres. ¿O eran los pollos?¿O los chanchos?

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