Las noticias sobre Malvinas parecen extraídas del archivo polvoriento de algún diario: la semana pasada los isleños advirtieron sobre una eventual invasión argentina; en febrero, la Argentina impuso restricciones a la navegación, y ahora el flamante primer ministro británico aporta sus propias líneas a esta zarzuela cuya remake ya no convoca a nadie. En la teoría del conflicto, algo que debe determinarse es a quién beneficia el aumento de la confrontación. Los británicos ya saben de memoria que si Buenos Aires se encrespa y trata de dificultar la vida de los kelpers, el Foreign Office y la oficina de intereses isleña podrán señalarnos como una sociedad filofascista, que niega los derechos humanos de 3000 civiles amantes de la paz, en flagrante violación del principio universal de la autodeterminación de los pueblos.
En el pasado, varios gobiernos argentinos, que sabían perfectamente que no podemos obligar a los ingleses a negociar soberanía, aprovechaban para escalar temerariamente las amenazas verbales, inútiles frente a la potencia usurpadora pero altamente rentables en las emociones del frente político interno. La exacerbación de esa política, llevada a sus extremos de irresponsabilidad, nos terminó empujando a iniciar una guerra imposible de ganar, con inútil sacrificio de vidas humanas y perjuicio devastador para nuestras posibilidades de que el mundo escuchara la evidente justicia de nuestro reclamo.
La situación no ha cambiado y, por lo tanto, la tentación demagógica, tan presente ayer nomás en el conflicto por Botnia, siempre está allí, seductoramente a la mano. Muchos dirán: ¿se puede hacer algo distinto?
Sí y no. La soberanía no se va a discutir sino hasta que la Argentina vuelva a ser un país poderoso, organizado, respetado y con alianzas internacionales cuyo peso no se pueda ignorar. Hace sesenta años éramos más que Brasil. ¿Por qué no podríamos resurgir otra vez? En pocos años, el Reino Unido procurará repetir en nuestro sector antártico el despojo de 1833 en Malvinas. Para entonces, debiéramos haber levantado a nuestro país de su lamentable presente internacional y cerrado una alianza regional con Brasil, Uruguay y Chile para discutir con el resto del mundo el futuro del entero Atlántico Sur, el espacio más vacío de la geopolítica del siglo XXI. Y dentro de ello, la solución definitiva del caso Malvinas.
Mientras tanto, la muy viable cooperación en materia pesquera y petrolera podría retornarnos a una actitud que la teoría del conflicto identificaría como de construcción de espacios que ayuden a la generación de muy provechosas políticas de entendimiento.
El autor fue secretario de Relaciones Exteriores.
La situación no ha cambiado y, por lo tanto, la tentación demagógica, tan presente ayer nomás en el conflicto por Botnia, siempre está allí, seductoramente a la mano. Muchos dirán: ¿se puede hacer algo distinto?
Sí y no. La soberanía no se va a discutir sino hasta que la Argentina vuelva a ser un país poderoso, organizado, respetado y con alianzas internacionales cuyo peso no se pueda ignorar. Hace sesenta años éramos más que Brasil. ¿Por qué no podríamos resurgir otra vez? En pocos años, el Reino Unido procurará repetir en nuestro sector antártico el despojo de 1833 en Malvinas. Para entonces, debiéramos haber levantado a nuestro país de su lamentable presente internacional y cerrado una alianza regional con Brasil, Uruguay y Chile para discutir con el resto del mundo el futuro del entero Atlántico Sur, el espacio más vacío de la geopolítica del siglo XXI. Y dentro de ello, la solución definitiva del caso Malvinas.
Mientras tanto, la muy viable cooperación en materia pesquera y petrolera podría retornarnos a una actitud que la teoría del conflicto identificaría como de construcción de espacios que ayuden a la generación de muy provechosas políticas de entendimiento.
El autor fue secretario de Relaciones Exteriores.
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