La
corrupción es algo que los intelectuales siempre han desdeñado. Casi nunca la
incluyen en los análisis políticos y sociológicos. Estos siempre están
dedicados a las categorías históricas que consideran relevantes, a los hitos
sociales, batallas épicas, puebladas y revoluciones. La corrupción es
considerada, cualquiera sea su importancia, un simple episodio policial,
indigno de tener jerarquía al momento de hablar de política, economía y asuntos
de estado.
En
la política vigente, se considera “tener códigos” el hecho de ejercer, desde el
poder, una protección a favor de todos aquellos funcionarios sobre los que cae
una fuerte sospecha de corrupción. Pareciera que existe una maquinaria muy
eficiente para proteger a quienes son acorralados por las evidencias y la
justicia por un comportamiento impropio para su condición de funcionarios
públicos o de gestores de fondos provenientes del estado.
Casos
como los de Skanska, son reveladores: los empresarios extranjeros reconocieron,
en un proceso judicial en su país de origen, haber pagado coimas en la
Argentina pero la justicia local no dio crédito a esa confesión. Y ocurren
situaciones similares en otros casos, donde las pruebas son dejadas de lado,
las causas pasan al olvido y los funcionarios involucrados quedan libres de
culpa y cargo.
Los
escándalos de negociados y corrupción han sido, en el país, de proporciones
descomunales: una bolsa de dinero aparece en el despacho de la ministra de
economía (este caso llegó a la justicia), una empresa dedicada a la impresión
de billetes tenía contratos con el estado sin que se tuviera noticias acerca de
quienes son los dueños, situación que continúa tras la expropiación. Una
asociación civil estrechamente vinculada al gobierno administra fondos
millonarios para la construcción de viviendas y es víctima de fraudes
millonarios. Un funcionario de transporte es acusado con sólidas pruebas pero
todo se diluye en un juzgado amigo. Etcétera, etcétera.
Jamás
la justicia llega a ninguna conclusión, condena o resolución. Todo va
languideciendo hasta que finalmente muere en el olvido. La ausencia de pudor
patrimonial llega hasta la cúspide misma del poder, con expresiones de riquezas
incompatibles con el ejercicio de la función pública, que debería ser sobrio y
libre de cualquier sospecha de beneficio personal. El símbolo de la época en
materia de corrupción y justicia se sintetiza, probablemente, en la persona del
Juez Oyarbide, insólitamente favorecido por todos los sorteos de causas que, de
un modo u otro, involucran a personajes del gobierno nacional.
Brasil,
en cambio, transita –como en tantas cosas- otro camino.
Hace
pocos días tuvimos noticias de que la Corte Suprema de Brasil condenó a prisión
a tres altos dirigentes del Partido de los Trabajadores, por sus acciones
durante el gobierno de Lula da Silva. Ellos son José Genuino, Delubio Soares y
José Dirceu, éste último jefe de gabinete de Lula. Estaban acusados de utilizar
fondos públicos para obtener el apoyo del congreso a la política del gobierno.
Pero,
además, la presidenta Dilma Rousseff ya removió de sus cargos a nueve ministros
por utilizar en beneficio propio sus respectivos cargos públicos.
Estos
hechos marcan una diferencia política fundamental entre las instituciones de
uno y otro país. Y distintas voluntades políticas entre una dirigencia y la
otra. Los gobernantes argentinos protegen prolija y organizadamente a sus
funcionarios ante cualquier situación de sospecha de corrupción. En Brasil, por
lo que hemos visto, el ejecutivo los separa de sus cargos y la justicia,
llegado el caso, los condena.
Esto
habla de cierta solvencia institucional, con repercusiones difíciles de medir
por las estadísticas pero sencillas de intuir como beneficiosas en ese largo
camino de acumulación de prestigio en las instituciones.
En
el caso de la Argentina, es el esquema de pensamiento del gobierno el que
proporciona los elementos para que el combate de la corrupción sea algo
irrelevante. Más aún: pareciera existir un consenso en aceptar sin mayores
problemas la acumulación impropia de dinero entre los gobernantes a través de
un razonamiento del tipo “el fin justifica los medios”.
No
hace mucho, uno de los filósofos oficialistas aceptó que la presidenta pueda
apropiarse de dinero público abundante en razón de que, como habría afectado “importantes
y poderosos intereses”, debe tener suficiente seguridad económica para
protegerse de esos malvados que podrían perseguirla cuando ella deje su cargo.
El
famoso “roban pero hacen” de otros tiempos ahora se ha reemplazado por algo así
como “roban pero están del lado de los pobres” o bien “roban pero son
revolucionarios bolivarianos”.
En
Brasil, está claro, tienen otra idea acerca de los que se quedan con dinero público.
Así
se construye uno y otro país.
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