Es
probable que en este momento mucha gente del mundillo político, gobierno u
oposición, esté preguntándose si Aníbal Fernández es tonto o se hace. Por
nuestra parte siempre lo hemos tenido por una persona auténtica, lejos de
cualquier tipo de impostura.
Quizá
él haya sentido que han transcurrido ya suficientes días sin que haya
pronunciado alguna frase escandalosa, de similar tenor a esas que,
estudiadamente, muchas vedettes realizan para convocar las cámaras de televisión
y, de ese modo, reavivar su instalación en la consideración de la opinión
pública. Aníbal Fernández ya no integra el gabinete nacional. Ahora es senador
pero no ha abdicado de ningún modo de su condición, presunta o real, de vocero
calificado del gobierno.
Así
obró en la corrida cambiaria cuando se jactaba de tener sus depósitos de plazo
fijo en dólares “porque le daba la gana” o bien cuando un fin de semana anunció
que el lunes siguiente el dólar abriría a $5,10, por un presunto acuerdo entre
el gobierno y las casas de cambio. Evidentemente, no se trata de alguien que
goce de excesivo predicamento. Su palabra se encuentra un tanto devaluada. A
punto tal que la presidente lo tuvo que reconvenir en público y amenazarlo con
un bonete de burro, por sus declaraciones sobre el dólar.
Ayer,
Aníbal ha dado muestras nuevamente de su gran sentido de la oportunidad, de su
gran tacto político y de su robusta capacidad de negociación. Tras el paro del
día 20, no tuvo mejor idea que mentar al dirigente camionero Hugo Moyano como
Augusto Timoteo Moyano, agregando el calificativo de “traidor”, dura palabra e
impregnada, al igual que el nombre de Vandor, de fuertes connotaciones
setentistas.
Los
más maduros recordarán que Vandor fue un poderoso dirigente sindical peronista
que tuvo la osadía, durante los años sesenta, de plantearse la posibilidad de
un peronismo sin Perón, cuando el líder y fundador del justicialismo purgaba su
exilio en Madrid. Además, Vandor formaba parte de un sindicalismo con fuertes
gestos negociadores hacia los militares que ocupaban el poder en ese momento,
cuya jefatura ejercía Juan Carlos Onganía.
Vandor
fue asesinado en junio de 1969, en condiciones de una gran efervescencia
política, provocada por las movilizaciones ocurridas en todo el país y que
desembocaron en el Cordobazo. Ya casi no quedan dudas de que la muerte del
dirigente metalúrgico peronista fue ejecutada por un comando de un grupo armado
de la izquierda peronista que luego confluiría en Montoneros. La práctica de
matar dirigentes sindicales con el argumento de que traicionaban la lucha de
los trabajadores, prosiguió durante más de una década. Cayeron del mismo modo
José Alonso (vestidos), Dirk Kloosterman (SMATA), Rogelio Coria (construcción)
y, el más notable de todos: José Ignacio Rucci, dirigente de la UOM y, al
momento de su muerte, era el secretario general de la CGT y hombre de confianza
de Perón en el sindicalismo.
Con
estos antecedentes y si tenemos en cuenta que este gobierno reivindica la
trayectoria del grupo Montoneros, la afirmación de Aníbal Fernández cobra su
verdadera dimensión: una estúpida, irresponsable e innecesaria provocación.
Un
concepto frívolo del poder.
Una
idea estudiantil acerca de lo que las palabras significan.
Aníbal
Fernández adora las zonceras. Sus veleidades intelectuales lo han llevado a
excesos tales como sentirse continuador de Arturo Jauretche (cuyo libro más
conocido es el Manual de zonceras argentinas) y editar ¡dos! libros burlones y
torpes, con el mismo título, sobre algunos temas que merecen una discusión más
seria. Aníbal es el tipo de personaje que, protegido por el poder, esfuerza su
ingenio para denostar a cualquier rival político, acusándolo de ignorante. Cualquier
estudiante de psicología encontrará allí un severo complejo de inferioridad.
Pero
lo grave no son los disparates y las provocaciones del senador Fernández sino
que este personaje califique como para expresar, como una de sus voces
esenciales, el pensamiento del gobierno.
La
palabra “traidor” no es, ciertamente, liviana. Era, precisamente, la que solía
justificar las ejecuciones perpetradas por los grupos terroristas que se
sentían salvadores de la patria y redentores de los trabajadores. Los cánticos
de los jóvenes idealistas de la “Tendencia” preanunciaban y reclamaban durante
meses el asesinato. Cantaban: “Rucci, traidor / a vos te va a pasar / lo mismo
que Vandor”. Y fue lo que efectivamente le pasó: murió acribillado por balas
montoneras.
Fernández
no puede ignorar todo esto. Salvo que haya pasado todos aquellos años encerrado
en un baúl de automóvil. Pero, si no lo ignora, ¿cómo es que de todos modos
arremete con estas palabras de tan sangriento recuerdo?
Quizá
eso ocurra porque se mueve en un ambiente disipado y frívolo, donde las
palabras ya han comenzado a perder su significado y se han transformado en
meros instrumentos de un juego de vanidades y veleidades.
Un
reino de lo insustancial donde la tragedia queda a la vuelta de la esquina.
Un
polvorín donde sólo la estupidez puede atreverse a juguetear con fuegos
artificiales.
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