martes, 27 de septiembre de 2011

Bonapartismo. Por Aleardo F. Laría

(Nota publicada en Diario Río Negro el día 20/09/2011)
Los intelectuales de Carta Abierta habrán experimentado un escalofrío cuando la presidenta Cristina Fernández confundió a Napoleón Bonaparte (Napoleón I) con su sobrino Luis Napoleón Bonaparte (Napoleón III). La presidenta, al recordar al autor del Código Civil francés, manifestó su admiración por la figura de Napoleón I y lo vinculó con el hecho de que al peronismo la izquierda lo tildara de "bonapartista". El adjetivo es correcto pero la asociación es errónea. El bonapartismo fue un calificativo usado para designar el II Imperio instaurado por Luis Napoleón Bonaparte en 1852, cuando hacía más de 30 años que Napoleón I había muerto.
La palabra "bonapartismo" fue utilizada por primera vez por Marx para referirse al régimen de Luis Bonaparte –futuro emperador Napoleón III–, quien encabezó el golpe de Estado que en Francia puso fin a la II República e instauró el Segundo Imperio en 1852. El bonapartismo, esquemáticamente, sería un régimen donde el poder político lo ostenta una casta o elite militar que, haciendo equilibrio entre la burguesía y el proletariado, proclama la independencia del Estado. Más tarde Lenin utilizó esta expresión para caracterizar al gobierno de Kerenski y, una vez instalado en el poder, asimiló el bonapartismo con todas las actitudes reformistas y revisionistas.
En Argentina, el Partido Comunista caracterizó al peronismo como "nazi-fascismo", de modo que fueron la izquierda no comunista y algunos grupos trotskistas quienes adoptaron la caracterización del peronismo como bonapartismo. Para Silvio Frondizi, el peronismo pretendía elevarse por encima de las clases sociales y erigirse en árbitro del sistema. El nuevo movimiento era un intento frustrado de realizar la revolución democrático-burguesa en la Argentina y servía en realidad al gran capital. Consideraba que su conductor se vinculaba a las masas a través de una acción claramente demagógica.
Juan José Sebreli sostuvo la tesis de que el primer peronismo constituyó una combinación de bonapartismo y fascismo. Afirmaba que no hay una oposición excluyente entre bonapartismo y fascismo. El bonapartismo sería una forma atenuada de fascismo. Mientras que el bonapartismo es reformista, el fascismo es revolucionario aunque, claro, una revolución de derecha.
El intelectual trotskista Jorge Abelardo Ramos, partiendo en su análisis de una cita de León Trotsky sobre los "Estados Unidos Socialistas de América Latina", también caracterizó al peronismo de bonapartismo. Ramos, a diferencia de sus discípulos, no tuvo pelos en la lengua a la hora de juzgar al peronismo, señalando su "indigencia ideológica" y describiendo "la indiferencia o disgusto de Perón hacia toda crítica, aun proveniente de su propio movimiento, y su intolerancia realmente profesional hacia toda posición independiente". No obstante, al final de su vida no tuvo reparos en aceptar ser embajador de Menem en México.
El discípulo del "Colorado" Ramos que ahora reivindica el populismo peronista es Ernesto Laclau, actual gurú del kirchnerismo. Laclau, durante los años 60, dirigió las revistas "Izquierda Nacional" y "Lucha Obrera", ligadas al Partido Socialista de Izquierda Nacional de Ramos. Actualmente ha abandonado la caracterización de bonapartismo de su maestro y reivindica el uso del término "populismo" para caracterizar a los movimientos nacionales y populares que supuestamente luchan contra el "bloque oligárquico" en el poder.
Entre el régimen de Napoleón III y los actuales populismos latinoamericanos que defiende Laclau se pueden encontrar algunas coincidencias. Luis Napoleón fue elegido presidente de Francia en 1848 en unas elecciones donde consiguió alrededor del 75% de los votos con el apoyo de las masas rurales que se incorporaban por primera vez a votar. La portación del apellido Bonaparte fue de inmensa ayuda frente a rivales cuyos nombres resultaban desconocidos para las masas.
La consigna electoral de los partidarios de Napoleón III era "¡Abajo los ricos! ¡Abajo la República!". Como la Constitución de la II República establecía un período presidencial de sólo cuatro años y no contemplaba la posibilidad de la reelección, mediante sendos plebiscitos Napoleón III consiguió primero ampliar el período presidencial a diez años y luego, finalmente, en el plebiscito de 1852, instaurar el Segundo Imperio.
Ernesto Laclau, en declaraciones a la revista "Mirada al Sur", ha manifestado ser firme partidario de la reelección presidencial indefinida en las democracias latinoamericanas. Considera que los procesos de democratización como los que han experimentado Venezuela y Bolivia serían impensables sin las figuras de Chávez y Evo Morales. Afirma que "cuando la voluntad colectiva de cambio se ha aglutinado alrededor de ciertos significantes, imágenes y nombres, la discontinuidad de ese proceso puede llevar a la reconstrucción del viejo régimen".
Como se percibe, la astucia de la razón para justificar la perpetuación de los liderazgos mesiánicos no ha variado con el paso del tiempo. Siempre es el mismo argumento: la realización de una misión histórica, que requiere décadas de denodados esfuerzos revolucionarios, demanda la presencia imperecedera de un líder, conductor, emperador, Duce o Führer. Esa visión, más religiosa que política, explica que, a contramano de todo pensamiento secular, algunos de los más enfervorizados apóstoles kirchneristas proclamen la eternidad de Cristina.

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