jueves, 29 de julio de 2010

Chávez en su laberinto. Por Andrés Cisneros


Hace rato que Chávez huye. Lo que pasa es que, como huye para adelante, genera cierta confusión de aspecto triunfalista.
Cada vez que la situación interna se le pone difícil, se da vuelta e inventa, o exagera, algún conflicto externo. Y en esa materia, Uribe y Colombia están abonados a temporada completa.
El mecanismo es conocido. Cuando el enemigo está "a las puertas," una oportuna invocación patriótica permite exigir a los ciudadanos que posterguen sus reclamos internos en beneficio de la supervivencia nacional.
Para no colaborar en la zarzuela, Colombia no ha enviado, todavía, un solo soldado a las fronteras en que Chávez anunció la movilización de doscientos mil uniformados.
Para mayor colorido, Chávez acaba de abrir personalmente la tumba de Bolívar, pronunciando algunos paralelos con el Lázaro del "levántate y anda", para determinar si, en 1830, o sea hace ciento ochenta años, no habría sido envenenado por alguna oscura conspiración extranjera.


En Venezuela, país riquísimo, la economía anda muy mal. No crece y sufre una de las inflaciones más altas del planeta. Una fotografía oficial dio la vuelta al mundo: un soldado vigilando la góndola de un supermercado para impedir que aumenten los precios.
Para colmo, ya nomás, en septiembre, afrontará unas elecciones que probablemente va a ganar, pero, a partir de entonces, se habrá consolidado un polo opositor de proporciones.
Uribe se despide tirándole una bomba: denunció, con detalle probatorio, la sistemática colaboración que el presidente de Venezuela habría prestado desde hace años a insurgentes colombianos para derrocar al sistema institucional democrático de su país. Algo que cualquiera de los gobiernos de América tendría que calificar de inaceptable injerencia en los asuntos internos de otro Estado.
Emilio Cárdenas, experto en el sistema internacional, acaba de enumerar, además, las violaciones a los compromisos asumidos en Naciones Unidas y alrededores: la Resolución 1373, sancionada en 2001, que dispone explícitamente que los Estados deben abstenerse de proporcionar todo tipo de apoyo, activo o pasivo, a quienes participen en la comisión de actos de terrorismo. Concordantemente, la Convención Interamericana contra el Terrorismo, de 2002, y disposiciones expresas del Comité Antiterrorismo del Consejo de Seguridad de la ONU. Hasta algunos jueces de Garantías argentinos tendrían problemas para dejarlo pasar.
Inevitablemente histriónico, Chávez reaccionó en dos direcciones contrapuestas, a la vez. Por un lado, rechazó las acusaciones como provenientes del imperialismo yanqui y el lamebotas Uribe y, al mismo tiempo, sermoneó a las FARC –después de años de abarrotarlas de fusiles y pertrechos– para que abandonen el camino de la lucha armada. Una de las características más confortables del pensamiento delirante es que no tiene por qué mantener demasiadas vinculaciones con la coherencia.
Tanta efervescencia no registra los habituales ecos desde La Habana. Los Castro celebran cincuenta y siete años del asalto al cuartel de Moncada, alentando rumores de que ciertas normas de mercado (hasta ahora anatemas en el paraíso socialista) serán puestas en práctica, y la gente va a empezar a cobrar en la medida en que efectivamente trabaje, se permitirán comercios menores y una creciente libertad para la propiedad privada, el lucro, la Internet, la libertad de opinión, la casa propia y la iniciativa personal. Otro reino estelar de la coherencia.
Para hablar en ese clima estaba Chávez invitado como orador estrella. Naturalmente, declinó: su epopeya del socialismo del siglo veintiuno todavía se encuentra confiscando y estatizando a tambor batiente.
Como si el entuerto de las pasteras hubiera sido ya felizmente superado, se oye decir que este conflicto colombo-venezolano será el primero que el flamante secretario general de la Unasur deberá hacerse cargo de pilotear. Interesante será observar cómo aborda los matices del compromiso y las negociaciones un político como Néstor Kirchner, sin duda muy hábil, pero cuyo accionar se ha basado siempre en el choque y la confrontación.
La suerte de la entera Unasur puede jugarse en este asunto. Como se sabe, la OEA fue creada, hace sesenta y dos años, incluyendo la intención norteamericana de controlar a la región. Llevamos medio siglo tratando de impedirlo, lo que ha generado a un organismo híbrido que, no sirve mucho ni para aquello ni, desgraciadamente, para el progreso efectivo de América Latina.
Se imputa al Brasil el haber creado a la Unasur con un propósito parecido, seguramente más benévolo que el de Washington, una especie de OEA sudamericana y sin Estados Unidos. El problema es que la región se encuentra hondamente dividida en dos bloques irreconciliables. El del bolivarianismo y el de aquellos estados donde la política tradicional no colapsó, sino que triunfa, como Brasil, Chile, Uruguay, Perú y, a su manera, la Argentina. ¿Cuál Unasur será, entonces, la que extienda sus alas en el conflicto de las fronteras entre Colombia y Venezuela? ¿La del chavismo, que procura convertirla, como al Mercosur, en una tribuna de doctrina sedicentemente revolucionaria y antimperialista? ¿La del lulismo, que procura consolidar la evidente superioridad brasileña en casi todos los rubros y ordenar la región sobre parámetros finalmente verdeamarelos, pero más civilizados, acordables con los demás países?
Néstor Kirchner tiene entre sus manos una oportunidad invalorable, no sólo para solucionar este ruidoso conflicto puntual, sino, mucho más trascendente, para definir en favor de Unasur el papel de coordinador regional que no se limite a correr como un bombero detrás de cada incendio.
Una pincelada argentina: todos, todos los gobiernos, de cualquier extracción, civiles, militares, radicales, peronistas, y otros, invariablemente todos, se han llenado siempre la boca comprometiéndose "a luchar contra el flagelo del narcotráfico con todos los recursos a nuestro alcance." Ahora bien, las FARC son las responsables de la enorme mayoría de la droga que ingresa en la Argentina y envenena a nuestros jóvenes. ¿Por qué entonces no se condena a las FARC?
El interés nacional indicaría que debe combatirse a semejantes responsables de un daño tan significativo. Pero las anteojeras ideológicas llevan a que mucha gente, no solo gobernantes y funcionarios, prefieran percibir a las FARC como una suerte de simpáticos Robin Hoods, un puñado de jóvenes idealistas que luchan por el pueblo de su patria. Si Bolívar resulta que resucita, se muere otra vez. Pero antes, los echa de la plaza.
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martes, 27 de julio de 2010

De la revolución al progresismo. Por Abel Posse


París. Fue Raymon Aron, el gran politólogo, quien siguió atentamente los pasos de la revolución socialcomunista que moría en Francia. El socialismo duro de los años 30, todavía menchevique, con un sentido marxista tan fuerte como el de los comunistas, empezó a transformarse en las primeras socialdemocracias. Estas se definieron por causa de los errores soviéticos, como la invasión de Checoslovaquia en 1968 y por el estallido de mayo del 68 en París, como expresión clara de una generación juvenil que no respetaba a De Gaulle ni a la sombría ortodoxia y dependencia del PC de Francia y la CGT. Lo cierto es que después del intento de Berlinguer en 1974, Raymond Aron podría confirmar que los socialismos, con mucha retórica y disimulo, comprendían que el vencedor del gran desafío del siglo XX entre Este y Oeste era el capitalismo.


Las socialdemocracias fueron las formas emergentes de eso que Aron llamó “los socialismos rendidos” (entre la evidencia del dominante capitalismo). La URSS no había alcanzado a Estados Unidos en la batalla estratégica ni en la del bienestar. Pese al esfuerzo de Kruschev con su fracasado intento de consumismo a la rusa. Los socialismos europeos renuncian a la concepción revolucionaria marxista. Las figuras centrales de esta transformación fueron Willy Brandt, Felipe González, Helmut Schmidt y Mitterand. De la vieja sustancia revolucionaria del socialismo de Pietro Nenni o de Léon Blum no quedaron rastros. Se acepta el campo del capitalismo liberal. A partir de la caída del muro de Berlín, Rusia renuncia a su ideología. El movimiento de mayo del 68, pese a su inviabilidad política, demostró que los problemas de la sociedad exigían respuestas más allá del encuadramiento exclusivo políticoeconómico. Aquí nace la pasión progresista por cambiar tradiciones y costumbres. Las ONGs de todo tipo, que van desde los homosexuales hasta las mujeres golpeadas o las minorías étnicas, ingresan con fuerza en los diálogos y confrontaciones de la sociedad occidental como un campo paralelo al de la política tradicional.
Los socialismos, “rendidos” a la evidencia del triunfo productivo y estratégico del capitalismo, encontrarán en las batallas del progresismo un campo de acción tan original como marginal. Las energías revolucionarias se travisten en una guerra costumbrista. El espacio mayor de conducción estratégica y de modificaciones sustanciales y del comando de “este” capitalismo enfermo tiene a las socialdemocracias como observadoras. Vemos hoy al centro derecha de Sarkozy, Angela Merkel, Berlusconi y del Partido Popular de España intentando consolidar las economías europeas y defendiendo sus intereses europeos propiciando reformas macroeconómicas sustanciales. Los partidos inocuos, desactivados, impulsan cambios que muchas veces no son sentidos por los pueblos, aunque son muy importantes, pero que exigen un sereno y meditado análisis para que las modificaciones no sean traumáticas para los niveles culturales vigentes.
Argentina no escapa a este proceso. El reciente debate sobre el matrimonio homosexual tuvo el carácter de algo decisivo. El país siguió en vilo la votación. Es un país que se deja emocionar por el actualismo de lo marginal, pero sin el debate dramático que merecen temas como la educación, el hambre, la criminalidad o el simple horror de no saber movilizarse ante la realidad de 12 millones de conciudadanos sin agua potable y 23 millones sin cloacas. Creemos que nos modernizamos con el progresismo costumbrista y, al mismo tiempo, seguimos cayendo en todos los niveles, al punto de ser un país lleno de dones y cualidades pero que no encuentra energías para salir de su decadencia. Necesitamos una gran política nacional. Los homosexuales necesitaban normas de convivencia. Pero era innecesario el exceso: el Senado aprobó, a contrapueblo, un cambio semántico al desnaturalizar la palabra “matrimonio” y sacrificarla como si se tratase de un juego de simple travestismo una concesión al fetichismo. En realidad, el matrimonio, matriz de la procreación, tiene la fuerza ontogenética, biológica, de su verdad natural. Una modificación del Código Civil no toca la esencia de las cosas.
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domingo, 11 de julio de 2010

¡Las paralelas no se tocan! Por Jorge Raventos


“Roca siempre fue prudente en aquello de
dejar registradas cosas comprometedoras,
así como fue poco locuaz en temas políticos: ‘En
este país, el que habla se jode…’, dicen que decía…”

Félix Luna, Fracturas y continuidades en la historia argentina


Muchos seguidores y simpatizantes del oficialismo rechazarían indignados la idea de que los Kirchner tengan puntos de contacto con el general Julio Argentino Roca, un personaje para quien el progresismo reserva una de sus mayores cuotas de inquina. Sin embargo, además de la práctica del verbo “atalivar” (un neologismo que los opositores a Roca forjaron para definir ciertas operaciones político-patrimoniales de Ataliva, un hermano del general), el kirchnerismo también parece tener en común con Roca su amor por la extrema discreción y el secreto.


Quizás quien lo expuso de la manera irónicamente más pública y transparente fue el flamante canciller Héctor Timerman, cuando expresó su contrariedad por el cable que le enviara el subsecretario de Integración Económica Americana de su ministerio, Eduardo Sigal: "Ya le dije al subsecretario que hay cosas que no se escriben", dijo el Canciller.
El pobre Timerman había soportado antes el ataque de ira de Néstor Kirchner, enfurecido justamente porque Sigal –un veterano exdirigente del Partido Comunista y líder del Frente Grande que acompañó lealmente al gobierno desde el inicio de la experiencia de “transversalidad”- había registrado en un documento público (un cable de la Cancillería) que dos empresas argentinas habían sido marginadas en un negocio con Venezuela a raíz de “gestiones paralelas” al ministerio de Relaciones Exteriores desarrolladas por el secretario privado del ministro de Planificación Federal, Julio De Vido.
El cable de Sigal (con su bendita mención al paralelismo) sumaba credibilidad a las reiteradas denuncias opositoras sobre una “cancillería paralela” dedicada a los negocios con el régimen de Hugo Chávez, que estaría conducida por De Vido y colaboradores directos: hasta el escándalo del maletín de Guido Antonini Wilson, Claudio Uberti, y desde entonces, el asistente del ministro, José María Olazagasti. Las gestiones de esa red paralela se encuentran bajo la lupa de varios jueces y del Congreso, han sido fuertemente cuestionadas y vienen siendo observadas desde hace seis años, cuando el entonces embajador argentino en Caracas, Eduardo Sadous, observó irregularidades en un fideicomiso y también lo puso por escrito en un cable de la Cancillería. Pero Timerman sostiene que las paralelas no se tocan: ¡De eso no se habla (y mucho menos se escribe)!
Contra lo que supone Timerman (y enfurece a Kirchner), la gestión del ministerio de Relaciones Exteriores se registra cotidianamente en cables que van de área a área y suben de las más bajas a la superioridad, sin excluir al mismo vértice del ministerio. Reclamar silencio, discreción o alguna forma suburbana de omertá para trámites que no impliquen altos secretos de Estado desafía abiertamente cualquier criterio de transparencia administrativa. Por otra parte, hacerlo abiertamente y en declaraciones de prensa es quizás una forma inédita de maquiavelismo que Timerman está ensayando en la Argentina.
El tema Venezuela exaspera al gobierno por al menos dos motivos atendibles. Uno: las declaraciones del embajador Sadous ante la Comisión de Relaciones Exteriores del Congreso implicaron en los manejos paralelos con el régimen de Chávez a Néstor Kirchner. Refiriéndose al período (seis años atrás) en el que él enviaba sus alarmados cables a Buenos Aires, Sadous dijo que estaba persuadido que el entonces presidente estaba al tanto de las operaciones paralelas que De Vido y Uberti desplegaban en Venezuela. El segundo motivo está ligado con la convicción que reina en Olivos de que el examen sobre esa relación con Venezuela apunta a golpear en primera instancia a Julio De Vido, un hombre de la máxima intimidad con Kirchner. El ex presidente sabe que no puede permitir la caída de De Vido (ni forzarla, como forzó la de Jorge Taiana) sin que se trastorne toda la arquitectura de su poder.
El secretismo y el método de trabajo de los Kirchner (partes esenciales de lo que suelen designar como su “modelo”) termina convirtiendo en puntos estratégicos a aquellos elementos de su entorno sobre los que han descansado operatorias sensibles. De allí la importancia de los secretarios y asistentes personales de las primeras figuras. Así como De Vido es fundamental para Kirchner, el secretario de aquel, Olazagasti, es fundamental para De Vido. Eso quedó claro cuando el ministerio de Planificación Federal emitió un comunicado para defender al influyente secretario (¡de las repercusiones del cable de Sigal!). “Olazagasti siempre viajó en representación de este ministerio, sin necesitar para ello mayor medalla que su voluntad de trabajar en pos de los intereses del país, ya que en este ministerio se mide a las personas por las tareas que realizan y no por ostentar determinados cargos”. Sin mayores atribuciones ni jerarquía administrativa y funcional para hacerlo (lo que el comunicado define como “medallas”) sólo con “la voluntad de trabajar” (y la patente que le otorgaba su mandante) el joven secretario negoció acuerdos con organismos de otros países. Y no excepcionalmente: realizó más de medio centenar de viajes al exterior en estas misiones.
Estos asuntos están ahora bajo la lupa y el gobierno se revuelve, molesto. Estas molestias indican a propios y extraños que el poder K ha sufrido un fuerte esmerilado y que ese proceso avanza, así no fuera más que por el simple paso del tiempo.
En rigor, es la reacción del gobierno, que no puede asimilar el debilitamiento y sube la apuesta cada vez, la que acelera la erosión. La voluntad de confrontar (una vez más) con la Iglesia lo llevó, por ejemplo, la última semana a perder en la Comisión de Legislación General del Senado una –para el oficialismo- importante votación, referida a la propuesta de establecer el llamado “matrimonio gay”. La Casa Rosada y Olivos han jugado fuerte en esa propuesta, con la que aspiran no sólo a golpear a la Iglesia ( de hecho, han reaccionado voces de todas las religiones monoteístas) sino volver a seducir a las corrientes del sedicente progresismo local.
Más ponderado que la familia presidencial, el gobernador bonaerense, Daniel Scioli, pidoó “prudencia” para tratar el tema, y admitió algo que ni Néstor ni Cristina Kirchner quieren conceder: que la fórmula de la “unión civil” entre personas de igual sexo puede ser una alternativa viable a la calificación de “matrimonio” para resolver los problemas prácticos que se han esgrimido sin provocar conflictos de valores a quienes defienden la idea de que matrimonio es la unión de hombre y mujer.
La intransigencia que parece connatural al estilo K lleva a la confrontación, y ahora la confrontación equivale para el oficialismo a sufrir reveses.
A aquel traspié legislativo habrá que agregar otros que se prevén para el futuro próximo: incremento de las jubilaciones, discusión de los llamados superpoderes, Consejo de la Magistratura. Dato ominoso para Olivos: los aliados hasta ayer próximos se diferencian. La prudencia de Scioli en el tema del matrimonio gay es un ejemplo. Las críticas de la CGT de Hugo Moyano a las recientes modificaciones del mínimo no imponible (que no ampara, en principio, los sueldos de muchos de los asociados a los gremios de punta de esa central) son otra señal.
Los paralelismos parecen envenenados para el gobierno.
La marcha paralela de algunos aliados empieza a insinuar una desviación hacia la divergencia. ¿No imaginan acaso en Olivos que antes de fin de año la CGT puede estar lanzando medidas de lucha para actualizar salarios? ¿No temen en ese mismo ámbito que ya esté en marcha un invisible tránsito de jefes territoriales en busca de futuras sombrillas políticas más sólidas que las que pueda ofrecer el actual oficialismo?
Y las negociaciones paralelas en la tierra de Chávez se han tornado escandalosas y potencialmente peligrosas en el terreno jurídico. De ellas mejor no hablar. Porque, como decía Roca, “el que habla, se j…”

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viernes, 9 de julio de 2010

De Anchorena a Grobocopatel (Tercera Parte). Por Daniel V. González

Del chacarero tradicional a los nuevos productores

A lo largo de las últimas tres o cuatro décadas, se han producido en el sector agrario argentino una gran cantidad de cambios que han dado un nuevo perfil a la organización de la producción agraria en la Argentina.
La incorporación de tecnología no ha sido un proceso automático ni instantáneo, sino el producto de largos años de adaptación a las nuevas condiciones productivas. Este proceso ha significado la readaptación de la inmensa mayoría de productores agrarios, la reorientación de la actividad de otros y, como ocurre en todo proceso de cambio, la expulsión de aquellos que no lograron adecuarse a las nuevas circunstancias que demandaba la producción.

Los “noventa” han sido señalados como la década fatídica en la que se produjeron estos cambios traumáticos. Pero eso es sólo parte de la verdad: como han señalado diversos autores, el proceso ha durado varias décadas y se inicia hacia los años sesenta y setenta. Un análisis ideologizado de los cambios en el agro, lindante con el prejuicio, asocia los avances de la libertad de mercados de esos años con el desplazamiento del chacarero tradicional, al que se idealiza, y su reemplazo por los nuevos empresarios agrarios, presuntamente carentes de “sentimiento” hacia la tierra, mero producto circunstancial del neoliberalismo.

La incorporación de nueva tecnología en el agro ha sido producto del esfuerzo prolongado de una nueva generación de productores, que tomaron distancia de los métodos rústicos y recelosos del progreso técnico con el que sus antepasados encaraban la actividad. La nueva tecnología en semillas (híbridas hacia los setenta), la incorporación del cultivo de soja, las nuevas maquinarias agrícolas, fueron seguidas de cerca por puñados de productores innovadores en todo el país a través de los grupos CREA y también el INTA. La novedad de la siembra directa no contó, al principio, con el respaldo técnico formal, sin embargo se abrió paso entre los productores a fuerza de resultados. Los grupos AAPRESID fueron pioneros en este sistema que terminó imponiéndose masivamente, con una revolución impresionante en los rendimientos. En el mismo sentido debe computarse la variedad transgénica de semillas.

La incorporación de todos estos aportes tecnológicos y técnicos supuso un replanteo de la actividad agropecuaria en su conjunto. El conocimiento técnico pasó a ser un factor productivo de singular importancia. Y, en un medio conservador como es el campo, no todos lograron adaptarse a los nuevos desafíos.

El viejo chacarero que vivía en el campo con su familia y que había aprendido el oficio por la transmisión del conocimiento de sus padres y abuelos, ahora se veía desbordado por las el cúmulo de novedades que aportaban los conocimientos. Hacia mediados del siglo pasado, con la sola excepción de los veterinarios, los profesionales estaban al margen de la producción agropecuaria. Ahora, el sector comenzó a demandar ingenieros agrónomos, químicos y expertos en negocios. El sulky fue reemplazado por la camioneta 4x4 y los nuevos productores se manejaban con celulares, Internet, correos electrónicos y GPS. Hacía falta una nueva generación de productores, con una nueva mentalidad empresaria.

Un productor agrario que vivió estos cambios, describía así la situación:

“Creo que la diferencia estaba en que antes se vivía en el campo y vos, a lo mejor, te quedabas sin plata, y hoy aún viviendo en el campo te pasaría exactamente lo mismo pero hoy tenés una demanda de lo que es la tecnología, que se te produjo un costo fijo. Te hablo del año 30, como puede ser mi papá, no necesitaban plata ellos, agarraban un pollo, lo comían, agarraban el sulky, no necesitaban un litro de combustible, era todo. Pero hoy si no tenés teléfono no marchás, si no tenés una camioneta no podés estar a la altura de… si no tenés un tractor, eh… (…). Se quedaban sin plata, bueno, tenían su pollo o su huertita y se daban vuelta. En cambio hoy hay un montón de costos fijos y tecnologías que si uno no las tiene se queda afuera”. (En La Argentina rural. De la agricultura familiar a los agronegocios. Carla Gras y Valeria Hernández, coordinadoras).

Además, los nuevos paquetes tecnológicos replanteaban el negocio agrario en su conjunto. Los pequeños propietarios debían reordenar su actividad o bien corrían el riesgo de ser expulsados del nuevo negocio agrario. Hacía falta más capital para producir pero, sobre todo, hacía falta una nueva mentalidad.

Muchos de los pequeños productores se adaptaron a las nuevas circunstancias. Otros, cambiaron de actividad. Entre otros factores, la nueva escala productiva requerida, llegó a ser decisiva para reorganizar la actividad. Los pequeños propietarios que comprendieron la situación, ensancharon su actividad y complementaron su pequeño predio productivo con el arrendamiento de una cantidad mayor de hectáreas, que diera racionalidad a la actividad que desarrollaban.

Los cambios, dieron un nuevo sentido al arrendamiento rural. Tradicionalmente, el propietario era un fuerte terrateniente y el arrendatario, el desposeído del sistema, alguien que no había logrado la adquisición de un campo que le permitiera participar del negocio con mejores perspectivas. Los nuevos modos productivos hicieron que una parte de los pequeños propietarios pasaran a arrendar sus campos a los nuevos empresarios agrarios, cuya figura paradigmática es la empresa Los Grobo, propiedad de la familia Grococopatel.

Con los “pool de siembra” ha cambiado la tradicional relación entre propietarios y arrendatarios. Las históricas reivindicaciones de la Federación Agraria respecto de la protección de quienes trabajaban tierras ajenas, demanda una urgente revisión ya que no reflejan la nueva realidad del campo.

Los Grobo producen, sobre todo, en tierras ajenas aunque poseen campos propios que también explotan pero estos últimos no llegan al diez por ciento de los que arriendan en diversos lugares del país y del exterior. Se adjudica a ellos la explotación de unas 150.000 / 200.000 hectáreas en total, de las cuales serían propietarios apenas del 10%. Este nueva visión del negocio y la explotación agropecuaria, se reproduce a escala menor a lo ancho del país. Se trata de los cuestionados “pools de siembra”, que consisten en asociaciones de hecho entre productores a la que se asocian también prestadores del servicio de siembra y cosecha, vendedores de semillas, comerciantes de la maquinaria agrícola y simples inversores que ponen sus ahorros y participan del negocio agrario.

La nueva tecnología pero también los cambios en la demanda mundial de alimentos, que llevaron los precios a las nubes, permitieron que numerosos propietarios de pequeños campos, que en muchos casos no estaban en condiciones de continuar con la actividad agraria por sus propios medios, por razones de escala, pudieran conservar sus tierras y extraer de ellas una importante renta. La nueva dimensión del negocio agrario, a la vez que les impuso nuevas condiciones para producir, los benefició con la valorización de la tierra y de la producción, permitiéndoles mantener su condición de propietarios y vivir del arrendamiento.

Una nueva posibilidad para las provincias

Las provincias del norte argentino viven en una crisis permanente prácticamente desde la fundación misma de la Nación. Nunca se sobrepusieron a la acentuada orientación de la actividad económica hacia el puerto de Buenos Aires.

Históricamente, especialmente Santiago del Estero, Catamarca, La Rioja, Formosa, Chaco, Jujuy y otras, en menor medida, han tenido un bajo nivel de actividad económica, carencia de ofertas de empleo y graves problemas fiscales ocasionados por el un estado que incorpora por miles al empleo público a sus habitantes.

Durante los años en que prevaleció el proyecto de país puramente agrario, el territorio interior, al carecer de productos exportables, se resignó a un secundario e incluso mendicante respecto del poder central.

Algunas de estas provincias (principalmente San Luis, San Juan y La Rioja) lograron un mayor nivel de actividad económica gracias a las leyes de promoción industrial que les permitía afincar fábricas en condiciones sumamente ventajosas que luego se desvirtuaron y contribuyeron a que esos privilegios fueran parcialmente anulados.

Pero las nuevas condiciones del comercio internacional están cambiando esta situación: las nuevas tecnologías han permitido la incorporación a la producción de cereales y oleaginosas, tierras que anteriormente eran consideradas ineptas para ese tipo de producción por razones climáticas o de constitución del suelo.

Las provincias del interior cuentan ahora con una nueva posibilidad para recobrar niveles de actividad de los que carecen desde hace décadas.
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De Anchorena a Grobocopatel (Segunda Parte). Por Daniel Vicente González


Ventajas comparativas estáticas y dinámicas.

También forma parte del pensamiento cepaliano la distinción entre ventajas comparativas “estáticas” y “dinámicas”. Como se sabe, ha sido Adam Smith quien primero desarrolló el concepto de que cada país debía desarrollar aquellos atributos con los que la naturaleza los había beneficiado. Plantea que, al obedecer el mandato natural, cada país lograría altos niveles de eficiencia y rentabilidad.

Este razonamiento es el que preside lo que se llamó la “división internacional del trabajo” según la cual algunos países estaban destinados a producir para siempre materias primas y otros habían sido bendecidos con un rol industrial.


Argentina se rebeló contra su destino pastoril e intentó, a partir de 1930 pero más enfáticamente desde 1943, transformarse en un país industrial. El argumento teórico de nuestro proteccionismo industrial fue la distinción entre ventajas comparativas “estáticas” y “dinámicas”. Las primeras aludían meramente a la dotación de recursos naturales (en nuestro caso, la fertilidad natural de las pampas y su cercanía al puerto). Las “dinámicas”, en cambio, son el producto de una construcción social. Inglaterra, por ejemplo, sentó su base industrial mediante doscientos años de feroz proteccionismo y luego, cuando ya no tenía rival alguno, predicó el librecambio.

Ahora bien, en cierto modo esta distinción ha perdido vigencia y debe ser reformulada. Si bien es cierto que Argentina aún conserva una ventaja natural debido a la calidad de sus tierras, el aumento de su productividad agraria actualmente no deriva tanto de su condición ubérrima sino de la incorporación de valor agregado: tecnología, maquinaria, siembra directa, investigación, gerenciamiento, fertilizantes, etc. De modo tal que actualmente nuestra ventaja comparativa para la producción agraria, difícilmente pueda ser calificada como “estática”.

Qué pasó con la oligarquía

Ya en tiempos de la década peronista que culmina en 1955 las cosas habían comenzado a modificarse. El congelamiento de los arrendamientos rurales resuelto por el gobierno de Perón operó en los hechos como una reforma agraria: creó una clase de pequeños y medianos propietarios rurales.

En el breve lapso que transcurrió entre su regreso al país en 1972 y su muerte a mediados de 1974, Perón se refirió varias veces al agro, a los productores y los cambios habidos en el sector.

En un discurso, poco después de asumir su tercera presidencia, Perón decía a los productores agropecuarios:

“Solamente las grandes zonas de reserva del mundo tienen todavía en sus manos las posibilidades de sacarle a la tierra la alimentación necesaria para este mundo superpoblado y la materia prima para este mundo superindustrializado. Nosotros constituimos una de esas grandes reservas; ellos son los ricos del pasado. Si sabemos proceder, seremos nosotros los ricos del futuro, porque tenemos lo esencial en nuestras reservas, mientras que ellos han consumido las suyas hasta agotarlas totalmente.
Frente a este cuadro, y desarrollados en lo necesario tecnológicamente, debemos dedicarnos a la gran producción de granos y de proteínas, que es de lo que más está hambriento el mundo actual”.

Y les proponía impulsar, con el apoyo del gobierno, la producción agropecuaria:

“El agro argentino está explotado en un bajo porcentaje; esos índices pueden aumentar setenta veces. Pongámonos en la empresa de realizarlo. Para eso necesitamos que se cumplan dos circunstancias. Primera, desarrollar una tecnología suficiente para sacarle a la tierra todo el producto que ella pueda dar, sin tener tierras desocupadas o cotos de caza, como todavía existen en la República Argentina. Ese es un lujo que no puede darse ya ningún país en el mundo. Segunda, utilicemos esa tierra para la producción ganadera. La República Argentina tiene 58 ó 60 millones de vacas, cuando podría tener doscientos millones; y ovejas, en la misma proporción. Pongámonos a cumplir esos programas.”

En un reportaje filmado, poco antes de eso, Perón afirmaba:

“Yo he sido, en este país, industrialista. Fui el que puse en marcha la industrialización, con la industria liviana, mediana y la tentativa de una industria pesada. Puse en marcha eso, para eso sofrené un poco la agricultura y la ganadería. Pero era un mundo distinto al que ahora tengo. Ahora tenemos que producir 200 millones de toneladas de trigo en el año. Y tenemos posibilidades. Tenemos que llegar a planteles de 150 millones de vacas y tenemos terreno para hacerlo”.

En ese momento, el periodista que lo reporteaba le dijo:

-- Usted corre el peligro de que coloquen su busto en la Sociedad Rural, General…
Y Perón le responde:
-- Es que eso no será negocio para la Sociedad Rural. Será negocio para la República Argentina.

También el político e historiador Jorge Abelardo Ramos, a comienzos de 1994, había tomado nota de los cambios ocurridos en el agro argentino. En un folleto publicado ese año, que reproducía una conferencia dictada por Ramos en Buenos Aires, el fundador de la izquierda nacional sostenía:

“Quería hacer una observación sobre la Sociedad Rural Argentina, bastión de la contrarrevolución, que está en una actitud relativamente favorable a Menem. ¿Qué ha ocurrido? Se está produciendo, desde hace años en la provincia de Buenos Aires, un fenómeno determinado por la legislación sucesoria. No hay nadie en la provincia bonaerense que tenga las características de las familias Unzué, Alzaga, Anchorena, etc. de otras épocas, terratenientes de 200.000 hectáreas o más, en las mejores tierras del mundo. Eso ya no existe. Los numerosos hijos de las familias oligárquicas, cuando el padre muere, cada hijo quiere tener su pedazo. En una época eran 40.000 hectáreas, ahora son 554. La renta agraria, que permitía tirar manteca al techo en París, desapareció. Sólo aparece la trampita de falsas mensuras para evadir impuestos. Como la ganadería extensiva está concluida, no tienen más remedio que trabajar. Desde 1880 hasta hoy, esa conjunción de climas, régimen de lluvias, composición del suelo, ese paraíso terrenal de la pampa húmeda para sus propietarios, había logrado el milagro de enriquecerlos sin trabajo ni capital. Ahora tienen que invertir energía, capital, esfuerzo, hacer agricultura, siembra directa, hasta horticultura de alta calidad, producir y fraccionar ciertos tipos de carne, hacer ‘feet lots’ y montar laboratorios. Se desarrolla plenamente el capitalismo en el campo argentino.

Más adelante, Ramos agrega:
“El mundo nuevo de los hijos y nietos de la oligarquía que se quedaron en el campo y no se fueron al área financiera de la época de Martínez de Hoz, ven la perspectiva del Mercosur como el destino de ellos. Toda la pampa húmeda, todo el mundo vitivinícola de Cuyo, salvo algunas provincias del norte como Salta, Jujuy y Tucumán, que aún tienen recelos, todo el resto de la Argentina va a entrar al MERCOSUR.

Todo esto indica que se está modificando estructuralmente el sistema de dominación de clases y Menem es el heredero de la crisis. Responde a ellas con respuestas capitalistas, en una sociedad agro-comercial-exportadora de antiguo petrificado y cuyo vientre parasitario era la ciudad de Buenos Aires.

Menem y Cavallo constituyen una tentativa de reiniciar el proceso de avance capitalista pero sin los recursos que a Perón le entregó la segunda posguerra, cuando la Argentina era acreedora de Inglaterra”.

(Jorge Abelardo Ramos. Conferencia dictada en Buenos Aires a comienzos de 1994, editada como folleto bajo el título “La crisis del capitalismo, el colapso soviético y un camino propio para América Latina”).

Propietarios y arrendatarios: los cambios ocurridos

Al congelar durante varios años los arrendamientos rurales, Perón estimuló la venda de tierras por parte de los grandes propietarios hacia sus arrendatarios. Así se configuró, al cabo de décadas, una clase media rural de pequeños y medianos propietarios.

Dice un estudioso del tema agrario argentino:

“Debido a la congelación de los cánones de arrendamiento, muchos agricultores arrendatarios se capitalizaron suficientemente como para poder convertirse en propietarios mediante la adquisición de la parcela de tierra alquilada. Este tipo de transacción se veía facilitado por el deseo de vender de muchos terratenientes que ofrecían facilidades, fundamentalmente en términos de plazos de pago. Tal voluntad se originaba en la pérdida de la libre disponibilidad de su propiedad ocasionada por la legislación sobre arrendamiento” (Guillermo Flichman. Notas sobre el desarrollo agropecuario en la región pampeana argentina o por qué Pergamino no es Iowa).

En el mismo trabajo, Flichman agrega:

“Fue la política agropecuaria peronista la que, aparentemente sin proponérselo, creó una clase de ‘farmers’ en la pampa húmeda. Pero éste fue un proceso largo y costoso. No fue un resultado planeado. En consecuencia, se hizo necesario un largo ‘período de ajuste’ para que se pudiera reencauzar la actividad agropecuaria en la nueva situación”.

En otra de sus obras (La renta del suelo y el desarrollo agrario argentino, 1977) Flichman refuerza la descripción de este fenómeno de distribución de la tierra durante los gobiernos de Perón:

“Después de muchos años de arrendamientos congelados, cuando el gobierno militar que derrocó al peronismo ‘devuelve la normalidad al campo’, ya nada podía volver a ser exactamente igual que antes. Había una fuerte porción de chacareros ricos, que de arrendatarios se convirtieron en nuevos propietarios aprovechando las facilidades que para comprar campos les dieron nuevas disposiciones legales”.

Existe un trabajo más reciente en el cual Osvaldo Barsky y Alfredo Pucciarelli señalan algunos aspectos interesantes de la evolución de las explotaciones de la Pampa Húmeda argentina. Allí los autores toman distancia de lo que denominan “la visión tradicional de la estructura social agraria de la región pampeana”.

Dicen de este enfoque:

“Aunque muchos de sus juicios carecen de una adecuada fundamentación empírica, esta imagen, fuertemente impresionista, ubicada más lejos de la verdad que de la verosimilitud, ha ejercido una gran influencia en la definición de los términos del debate académico, de la confrontación ideológico-política, y aún de la formación del sentido común de las décadas posteriores y, en algunos aspectos, de la actualidad” (Cambios en el tamaño y el régimen de tenencia de las explotaciones agropecuarias pampeanas, 1991, en El desarrollo agropecuario pampeano. Editado por el INTA).

Entre las principales conclusiones de los autores, se cuentan las siguientes:

a) “En relación a la problemática de la subdivisión de las grandes unidades territoriales, los datos disponibles muestran entre 1914 y 1969 un intenso proceso de subdivisión de las unidades territoriales, creciendo mucho el número de unidades y poco la superficie ocupada. Las unidades de más de 5.000 has. Perdieron en este período el 35% de su superficie, pasando de representar el 34% de la superficie total a ser ahora el 19%”.

b) “En cuanto al proceso de desconcentración de la propiedad territorial, los datos catastrales de la Provincia de Buenos Aires permiten apreciar que entre 1923 y 1980 las unidades de más de 2.500 has. perdieron el 67% de la superficie, dato rotundo sobre lo importante que ha sido la alteración de la propiedad de la tierra”.

Respecto del sistema de grandes propietarios, los autores señalan:

“…la importante fuente de poder económico y social de la cúspide agraria pampeana originada en un gran control territorial ha sido irreversiblemente afectada por un decisivo proceso de desconcentración, que ha generado una estructura agraria compleja y diversificada…”


Si consideramos las provincias pampeanas (Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos y La Pampa), los censos agropecuarios más recientes revelan una concentración en la explotación rural. En la comparación entre 2002 y 1988, surge que las explotaciones de más de 1.000 Ha. aumentaron su superficie en 3,7 millones de ha. entre un relevamiento y otro. Esa superficie, obviamente, ha sido cedida por las explotaciones menores a 1.000 has., lo cual significa un cambio en el 5,4% del total de tierras explotadas en esas provincias. Esta concentración en la superficie de las unidades productivas, sin embargo, va a tono con la dinámica de los cambios introducidos en la modalidad de explotación: revelan la búsqueda de economías de escala y también la existencia de los “pools de siembra”.

La característica de los relevamientos censales, no permiten sacar ninguna conclusión acerca de la propiedad de la tierra y sus modificaciones entre un censo y otro, pues sólo registran la superficie y cantidad de las explotaciones, sin aclarar la pertenencia de ellas.

Los cambios tecnológicos

Pero si la existencia de un sistema predominante de latifundistas ha sucumbido con el paso del tiempo debido a la aptitud reproductiva de los grandes propietarios y a las normas establecidas en el Código Civil respecto de la herencia, el impacto y la extensión de la incorporación de tecnología en las explotaciones agrarias, ha sido quizá el elemento transformador por excelencia.

La explotación ganadera extensiva era el modo predominante de producción agropecuaria hacia mediados de los años cuarenta del siglo pasado. La agricultura se concentraba en la zona pampeana, en trigo, maíz y lino, con bajos niveles de tractorización, baja difusión de agroquímicos y con cosechas realizadas con gran inclusión de mano de obra golondrina, peones que iban de campo en campo, en los meses de trilla.

De ese mundo agrario, ya no queda casi nada. Hoy el arado (primero de rejas, luego de disco) ha sido reemplazado por la maquinaria que realiza la siembra directa. Este sistema, de reciente difusión, permite el aprovechamiento de los rastrojos, de su humedad, y una mejor preservación del suelo. Argentina ha contribuido a su desarrollo y se encuentra el la cúspide mundial de su investigación e implementación.

En la década de los setenta, la incorporación de las semillas híbridas, permitió un importante aumento el los rendimientos por hectáreas de cereales y oleaginosas. Luego, ya en los años noventa, la difusión de los agroquímicos, facilitó el control de plagas, de malezas y el cuidado de los suelos a través del restablecimiento de los minerales extraídos a éstos mediante su explotación intensiva.

Las cosechadoras, por su parte, permiten realizar en pocas horas la labor que décadas atrás suponían semanas de trabajo para decenas de peones. La manipulación genética ha obtenido semillas adaptables a distintos tipos de suelos en los que antes era imposible sembrar.

Todos estos cambios tecnológicos que han sido incorporados por los productores agrarios argentinos, han logrado que las cosechas treparan de 35 a 96 millones de toneladas entre 1980 y 2008. Asimismo, los rendimientos por hectárea, para el mismo período, treparon en promedio de 3.800 kgs. por hectárea a 7.600 para el caso del maíz, de 2.000 a 3.000 para la soja, de 1.000 a 1.500 para el girasol, de 1.500 a 2.600 para el trigo y de 3.500 a 4.700 para el sorgo.

Los productores agropecuarios, lejos de aquella imagen despreocupada e indolente del latifundista insensible al nivel de precios de sus productos y mezquino al momento de invertir, han desarrollado e implementado cambios decisivos en la producción agraria nacional, posicionándose entre los más eficientes del mundo en la materia. Han hecho aquello que se espera de un empresario capitalista: arriesgar capital, invertir, tornar eficiente su producción, producir cada vez más para ganar cada vez más.

La tecnología ha cambiado el modo de producir en el agro. El arrendatario tradicional de los años cuarenta, beneficiado por las leyes de arrendamiento del peronismo, ya casi no existe. En ese tiempo, el propietario del campo arrendado era un latifundista y el arrendatario, usualmente un campesino sin tierra cuya única chance de laboreo consistía en tomar en arriendo una porción de campo ajeno.

Ahora todo eso ha cambiado. El dueño del campo arrendado es, cada vez más frecuentemente, un pequeño propietario (100, 200, 300 hectáreas pampeanas). A este propietario, por problemas de escala de producción, le resulta más conveniente arrendar su campo que explotarlo por sus propios medios. El arrendatario, ya no es un pobre campesino sin tierras sino un moderno empresario, o grupo de empresarios agrarios, propietarios o no, con alta calificación técnica (ingenieros agrónomos, especialistas, etc.) que conocen a fondo el “know how” de la producción, principalmente de soja, conocen al dedillo el paquete tecnológico que esa producción supone, y tienen el circuito productivo (siembra, fertilizantes, controles, combate de plagas, compra de agroquímicos, cosecha, comercialización) muy aceitado, con ahorros en cada etapa, lo que le permite producir con gran eficiencia técnica y aprovechar mucho mejor los campos arrendados.

El clásico arrendatario, socio de la Federación Agraria, que durante años ha luchado por lograr una Ley de Arrendamientos que lo defendiera frente a la voracidad del propietario, ya no es la figura más representativa de la situación de los arrendamientos rurales en la Argentina. La relación entre propietarios y arrendatarios ha cambiado en forma sustancial. Crecientemente son los pequeños propietarios los que arriendan en beneficio de arrendatarios que, a la vez, suelen ser también propietarios pero que, en conjunto, gestionan superficies muy superiores a las que poseen. Más aún: estos modernos empresarios rurales se muestran remisos a adquirir tierras pues consideran que esa inmovilización de capital afecta negativamente el nivel de sus negocios.

Claro que el paso de una etapa a la otra no se da sin conflictos. No todos los arrendatarios han logrado adaptarse a las nuevas circunstancias y muchos de ellos son desplazados por los nuevos arrendatarios que producen con métodos más modernos y mayor eficiencia. Esta circunstancia les permite ofrecer un mayor precio por el arrendamiento, con lo cual el antiguo arrendatario, que no pudo o no supo adaptarse a las nuevas circunstancias, se ve obligado a pagar un precio mayor por el arriendo y, en consecuencia, a obtener una utilidad menor o bien a quedar fuera del mercado. A esta situación apuntan las críticas que señalan a los nuevos productores como “simples hombres de negocio” y a los antiguos como “auténticos chacareros que aman la tierra”.

En la cúspide de este nuevo sistema productivo se encuentra la figura paradigmática de la familia Grobocopatel, empresa familiar que posee hectáreas pero que produce, en lo fundamental, en cientos de miles de tierras arrendadas a terceros, diversificando el riesgo y multiplicando sus ganancias. Estos empresarios, altamente calificados en lo técnico, han reemplazado al símbolo de la etapa anterior, los Anchorena, que junto con otras familias patricias identificaban al terrateniente ganadero, despilfarrador e improductivo de los años cuarenta.

Hoy el campo argentino es una máquina de producir con altos niveles de eficiencia logrados a lo largo de las últimas décadas. Esta es una realidad económica que ha comenzado a ser visualizada y a tener expresión política a partir del paro y las luchas de marzo de 2008.
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De Anchorena a Grobocopatel (Primera Parte). Por Daniel Vicente González


El día que todo empezó a cambiar

En marzo de 2008 algo hizo eclosión en la sociedad argentina.

Miles de hombres y mujeres de todo el país convergieron hacia las rutas, las cortaron y manifestaron con dureza su disconformidad con la política económica del gobierno de Cristina Kirchner hacia el sector rural.

Por su extensión, su impacto y sus consecuencias sobre la política argentina, la rebelión agraria puede compararse con el 17 de Octubre de 1945. Este parangón dista de ser exagerado: en aquella jornada histórica el país cambió de rumbo hacia un intento de industrialización fundado en una alianza social encabezada por el Ejército e integrada por la joven clase obrera urbana, una porción de los industriales locales volcados al mercado interno y vastos sectores sociales de la ciudad y la campaña, postergados durante décadas.


Esta vez, claro está, los protagonistas fueron distintos. Se trataba de un vasto conglomerado agrario de pequeños, medianos y grandes propietarios y arrendatarios, al que se sumaron también los peones rurales, los trabajadores y empresarios de las múltiples industrias y comercios vinculados al sector agrario (fabricantes de maquinarias e implementos para el agro, comerciantes de semillas, fertilizantes, etcétera) y anchas franjas de los pobladores de las ciudades y pueblos del interior del país.

En uno y otro caso, la Argentina toda tuvo noticias de la irrupción de una realidad económica y social ignorada, con aspiraciones a una reformulación de la distribución del poder político en el país. En uno y otro caso, la rebelión ha planteado y demandado la necesidad de un viraje político y económico en el rumbo nacional.

Podrá decirse que esta rebelión, en tanto tiene nuevos protagonistas, carece de la dimensión épica de aquellas jornadas de 1945, que el pobrerío que apoyaba la política industrializadora de Perón está muy lejos e incluso es antagónico de los chacareros que concurrían a los cortes de ruta en sus modernos vehículos de doble tracción, muchos de ellos propietarios de apreciables y valiosas tierras, pero ello no invalida en lo más mínimo el impacto político y económico de la revuelta rural, ni su legitimidad.

A partir de ahí, sin lugar a dudas, comenzó el ocaso del gobierno encabezado por el matrimonio Kirchner, iniciado cinco años antes y ratificado con la elección de Cristina Kirchner en octubre de 2007. La relación de fuerzas en la sociedad argentina ha cambiado y se ha abierto un nuevo camino que todavía carece de definiciones precisas. Pero el rechazo al anterior estado de cosas, ya es una definición contundente.

Los resultados de la rebelión agraria pudieron verse con claridad en las elecciones del 28 de junio de 2009, en la que el oficialismo fue duramente derrotado en las urnas en las principales ciudades argentinas y en la Capital Federal. Miles y miles de votantes que seis meses atrás habían dado su apoyo electoral a Cristina Kirchner, mudaron su voto hacia las opciones opositoras. Y la razón determinante de este cambio fue el conflicto con el campo o, mejor dicho, el modo, los tonos y humores con los que el gobierno nacional enfrentó la crisis por las retenciones móviles.



La visión del nacionalismo de la posguerra

En el último cuarto del siglo XIX, Argentina se había insertado definitivamente en el mercado mundial como proveedora de alimentos y materias primas para la Europa desarrollada, especialmente Gran Bretaña, el “taller del mundo”. Si la federalización de Buenos Aires en 1880 marca el final de nuestras luchas civiles con el triunfo del Interior sobre la Capital, también señala el inicio de una prosperidad económica que parecía no tener límites. Hacia el Centenario, Buenos Aires –el núcleo esencial del país agrario y ubérrimo- era una ciudad comparable a las principales capitales de la Europa civilizada e industrial.

La discusión sobre el rumbo del país en los años previos, tras la caída de Rosas, se había manifestado en dos bandos ideológicos irreconciliables, con ideas y propuestas bien nítidas respecto de qué debía hacerse con la política económica nacional. El debate entre liberales y nacionalistas no era una simple confrontación de ideas abstractas sino un episodio en el que se expresaban dos conceptos, dos posibilidades, dos alternativas para el país en los años que vendrían.

Quienes vislumbraban en la posibilidad de un país industrial, abogaban por el proteccionismo aduanero, llave maestra para que la industria local, preservada de la competencia con los artículos producidos por el maduro capitalismo europeo, intentara alcanzar también su propio camino de crecimiento y consolidación manufacturera.

El liberalismo, al contrario, con su propuesta de libertad comercial sin límites, prácticamente condenaba todo atisbo industrialista y favorecía la consolidación de nuestro destino pastoril. Nuestro rumbo agrario estaba fuertemente favorecido por nuestras ventajas comparativas naturales. Si se pretendía la industrialización, ésta sólo podía venir de mano de la intervención estatal, el proteccionismo y la transferencia de una porción de la renta agraria hacia la industria naciente.

En varios momentos de su historia, Argentina debatió acerca de la industrialización. Primero, prácticamente desde la Revolución de Mayo, fueron las provincias interiores (y en parte el litoral) contra el gobierno de Buenos Aires que, en propiedad de la aduana, determinaba la política comercial para todo el territorio. Luego, hacia 1870, hubo un fuerte debate en la Cámara de Diputados de la Nación que tuvo como protagonistas a Carlos Pellegrini, Miguel Cané, Lucio Vicente López y otros. Allí también se debatió qué política convenía al país en ese momento. Si un fuerte proteccionismo que favoreciera a la débil industria local o el librecambio que favorecía el camino hacia el desarrollo agrario y, muy probablemente, puramente agrario.

Hacia 1880 esa discusión concluye: las condiciones del mercado mundial y la debilidad de las fuerzas sociales que pudieran sostener con éxito una política de industrialización firme y coherente, sellaron el rumbo de la economía nacional por medio siglo, hasta la crisis de 1930.

Toda la economía nacional, durante esos cincuenta años, se ordenó en función del irresistible impulso del mercado mundial, que nos ofrecía la prosperidad al alcance de la mano, con sólo producir alimentos para el mundo industrializado. Pero este camino indujo el sacrificio de nuestra propia industrialización. Otros países, sin embargo, que para la misma época, estuvieron en situación similar a la nuestra (Canadá, Australia, Nueva Zelanda) luego lograron industrializarse sin sacrificar su producción agraria.

Las voces que habían clamado por la protección industrialista, se llamaron a silencio ante la evidencia abrumadora de una prosperidad que venía de la mano de la producción agropecuaria. Recién hacia los años veinte aparece la voz solitaria de Alejandro Bunge que, en su libro Una nueva argentina, comienza a plantear, incluso con timidez, la necesidad de dar un giro en la economía.

La industrialización argentina comenzó de un modo tortuoso, no al abrigo de un planificado impulso estatal sino como consecuencia de nuestra desconexión obligada del mercado mundial, en razón de la caída del comercio mundial y la falta de divisas para importar. Esto ocurrió en 1930, con la crisis, debido a que el Reino Unido decidió priorizar a otras naciones –las integrantes del Commonwealth- en el intercambio comercial de alimentos.

La crisis significó para todos los países del mundo y también para el nuestro, importantes restricciones en la balanza comercial debido a la estrepitosa merma del comercio mundial. Con el descenso de nuestras exportaciones, el gobierno debió restringir las compras al exterior y muchos productos extranjeros fueron reemplazados por producción nacional. Cuando la crisis mundial comenzaba a ceder y el flujo comercial empezaba a restablecerse, sobrevino la guerra, que robusteció nuestro aislamiento y redobló el impulso a la industria naciente.

Esa industria incipiente se sumó a la ya existente y a los servicios que durante décadas había generado nuestra estructura agraria-exportadora (frigoríficos, ferrocarriles, sistema bancario y financiero, etc.) y fue el germen, junto con un Ejército con una fuerte vocación industrialista, del surgimiento del peronismo tras la revolución de 1943.

El peronismo nace, así, enfrentado con la estructura agraria que reinaba en la posguerra. Su discurso tiene, desde el comienzo, un fuerte tono contra los grandes propietarios terratenientes, núcleo esencial del poder y de la producción en los años previos.

El país agrario aseguraba la prosperidad al territorio y la población de los alrededores del puerto, en un semicírculo que abarcaba el centro y sur de Santa Fé, el este y sur de Córdoba, el norte de La Pampa y toda la provincia de Buenos Aires. Fuera de esa zona, salvo algunos bolsones en los que las producciones regionales habían generado la posibilidad de micro climas económicos autosustentables, el resto del país –especialmente el noroeste- dependía crecientemente del empleo público y de las transferencias del estado nacional.

El enfrentamiento de Perón, en los inicios de su movimiento, con los productores agrarios de aquella época, tenía raíces políticas, económicas e ideológicas.

Tras el derrocamiento de Yrigoyen, el antiguo núcleo de poder que sostenía la estructura económica Argentina, había recuperado el gobierno y lo había consolidado luego de las elecciones fraudulentas posteriores. Pero la crisis del país agrario ya era irreversible. Perón aparecía como el emergente de un nuevo proyecto enfrentado al antiguo y enderezado hacia la modernización productiva con eje en la industrialización.

Y este proyecto, cuya edad de oro transcurre en el lustro que se inicia con la finalización de la guerra mundial, sólo podía sostenerse con la apropiación de una parte de la renta agropecuaria para financiar a la industria naciente. Esta política fue instrumentada a través del IAPI (Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio) mediante la existencia de tipos de cambio diferenciales que restaban ingresos al sector agropecuario y los trasladaban a la industria bajo la forma de insumos y maquinarias importadas a menor precio, créditos baratos, fortalecimiento del mercado interno, etcétera.

Nacionalismo y liberalismo

En lo ideológico, la distancia entre los dos proyectos era también importante. El librecomercio había sido la filosofía reinante durante los 50 años de prosperidad agraria. En el transcurso de esos años, Argentina vivió despreocupada de cualquier intento de industrialización y las ideas económicas que emanaba Gran Bretaña, fundada en sus propias necesidades de penetración en los mercados mundiales y que habían sido sistematizadas por Adam Smith en La Riqueza de las Naciones, venían como anillo al dedo al agro argentino, depositario de nuestra “ventaja comparativa”. Esta teoría daba sustento ideológico a lo que ya era una irresistible realidad material: la complementación entre la granja argentina y el taller británico.

La “división internacional del trabajo” era la racionalización de nuestro rol en ese mundo que tenía a Gran Bretaña como su foco industrial. Proveerla de alimentos y materias primas baratos era algo para lo cual teníamos ventajas concedidas por la Naturaleza a nuestras pampas que, sin mayores cuidados ni atenciones, producía carnes y cereales para alimentar al mundo industrial.

Es en esta época que nacen los postulados básicos del nacionalismo económico, dictados por las condiciones y demandas de la época. Y eran aproximadamente éstos:

a) El estado debía encarar aquellos proyectos de largo alcance, imprescindibles para el país y que los empresarios nacionales no estaban en condiciones de impulsar, dada su debilidad económica: acero, petróleo, fabricación de aviones, ferrocarriles, marina mercante.
b) La modernización de la economía era sinónimo de industrialización. El país debía producir por sus propios medios todos los bienes de consumo que fuera posible y que antes importaba. Los industriales recibían todo el apoyo del estado mediante protección arancelaria, tipos de cambio diferenciales, créditos baratos, fortalecimiento del mercado interno.
c) El Estado, imbuido del pensamiento militar, planificaría la economía para el mediano y largo plazo. Los planes quinquenales eran la expresión de esa voluntad.
d) La inversión extranjera jugaba un papel secundario y marginal dentro del este esquema. La “independencia económica” y la filosofía de “combatir al capital” abonaban el camino hacia un rechazo de las inversiones de capital extranjero. El imperialismo inglés (y luego el norteamericano) norteamericano era visualizado como uno de los elementos más importantes que sofocaban el ímpetu de crecimiento argentino.

Conforme a estos puntos de vista de los primeros años del peronismo, la Argentina era un país que mantenía su condición colonial o semicolonial por su dependencia, primero de Gran Bretaña (que la había condenado a su condición meramente agraria, en beneficio de su industrialización) y ahora, por el poderoso capitalismo norteamericano, cuyas inversiones se destinaban a rubros, cuya producción en modo alguno hacía que el país se pudiera encaminar hacia su independencia económica.

La particular configuración de las sociedades atrasadas generaba en el país dos bloques de intereses económicos antagónicos. Uno, vinculado a la estructura económica agraria, complementaria de la industria británica, integrado por las clases sociales ligadas a la inserción argentina en el mercado mundial como proveedora de alimentos: los productores agrarios, los empresarios vinculados a este sistema, las clases medias urbanas influenciadas por los valores dominantes, todo el sistema de intereses ligado a los servicios del país agrario (bancos, seguros, burocracia pública y privada, transporte, etc.).

Del otro lado, acaudillado por el Ejército de formación nacionalista, el nuevo país en cierne: la débil burguesía nacional, los obreros de las industrias agroalimentarias y de servicios vinculadas al país agrario y los nuevos trabajadores de las industrias livianas promovidas por la crisis del 30 y la guerra mundial. También los peones rurales, el pobrerío del interior postergado, las franjas más pobres de la clase media urbana. Dos bloques de intereses que significaban dos proyectos: el país agrario, atrasado, oligárquico y excluyente y el nuevo país industrial, moderno, capitalista, urbano, que significaba la creciente incorporación de amplias franjas de postergados, que carecían de futuro en la estructura productiva que sucumbió en 1930.

El camino marcado por el golpe de estado de 1943 y ratificado por el 17 de octubre de 1945 tenía como objetivo la industrialización y para ello, Argentina necesitaba el financiamiento de la renta agraria.

En otras palabras: conforme al pensamiento nacionalista de la época, el gran capital imperial en alianza con los poderosos beneficiarios de la estructura agraria local, eran los causantes del atraso nacional pues propiciaban un modelo económico que excluía a la industria y condenaba al país al atraso agrario y pastoril.

La lucha por el crecimiento económico no era otra cosa que un tránsito del país agrario hacia la industrialización. Un nuevo país llegaba de la mano de las fábricas y los trabajadores y sepultarían al viejo orden de ganaderos rentistas, que con su improductividad arriesgaban el proyecto industrializador del país. Tal la visión de los primeros años del peronismo.

Cabe preguntarse si casi setenta años después, este paradigma ideológico conserva aún una lozanía que le conceda validez para interpretar la realidad política argentina actual, completamente distinta a la de aquellos años de posguerra. Si todo este tiempo transcurrido no ha cambiado la realidad política, social y económica existente hacia mediados del siglo XX, haciendo que la estructura del pensamiento nacionalista de aquellos años, carezca ya de eficacia para interpretar la realidad actual y que, en consecuencia, se haya transformado en una cáscara vacía de contenido, en un prejuicio que entorpece todo intento de comprensión de la realidad actual, con el pretexto de sostener las “viejas banderas de la revolución”.

El ganadero latifundista

El ganadero latifundista, que subexplotaba su extenso campo era, para aquel primer peronismo, una doble maldición: privaba al mercado local de alimentos abundantes y además despilfarraba alegremente las posibilidades de acumulación nacional en tanto la reproducción de su ciclo productivo no demandaba inversiones.

Jorge Abelardo Ramos expresó con claridad (en 1968) este punto de vista:

“Si la base de la política de Perón consistía en industrializar por medio de las divisas obtenidas de las exportaciones, la tendencia desfavorable entre los precios de las materias primas argentinas y los precios de los bienes de capital importados revelaron que esa vía era demasiado estrecha y vulnerable. Pues el aumento de la población y el nuevo nivel de vida demostraron que los argentinos tienden a consumir en su totalidad los alimentos que fueron tradicionalmente la fuente exterior de las divisas.
Lo que ha ocurrido es muy sencillo. Mientras que la población se ha triplicado desde 1910, la producción agrícola-ganadera ha permanecido estacionaria”.

Y agrega:
“El auge de la ganadería extensiva concluyó con la explotación rutinaria de la zona pampeana, la más fértil y rica; la ganadería extra pampeana debió resignarse a producir carne para el mercado interno.
La oligarquía ganadera se constituyó como una clase rentística y no productiva, educada durante generaciones en la idea de que la Naturaleza y no el trabajo humano invertido en la explotación de la estancia proveía su fortuna”.

Y planteaba una disyuntiva de hierro:
“O el pueblo argentino suprime el consumo de su alimento básico tradicional, o la economía argentina se paralizará por ausencia de saldos exportables. Desde cualquiera de los dos puntos de vista la crisis está planteada” (Historia de la Nación Latinoamericana).

El eje de la condena al agro estaba centrado en la ominosa y patriarcal figura del ganadero latifundista. El personaje paradigmático de un agro que tras la crisis del 30, no había encontrado un nuevo rumbo y que, además, representaba a un país que ya carecía de una perspectiva ante los cambios ocurridos en el mundo tras la Segunda Guerra.

El ganadero era la viva imagen del latifundista que pasaba la mitad del año en Europa, donde despilfarraba en gustos excéntricos las posibilidades de acumulación industrial. Un rentista ajeno a la dinámica de acumulación que exigía la nueva sociedad industrial.

Esta visión maltusiana y en cierto modo estática, provenía del comportamiento cuasi rentístico de los grandes productores agrarios, especialmente pecuarios. El estancamiento de la producción estaba en el centro de los reproches que se hacían al campo. Se decía que los grandes latifundistas no respondían a los estímulos capitalistas (sistema de precios) y que la oferta agropecuaria tenía un grado de rigidez que la transformaba, incluso, en uno de los pilares estructurales de la inflación.

El economista Aldo Ferrer, por ejemplo, escribió (en 1968) que “en cuanto a los grandes propietarios territoriales, su comportamiento parece no estar regulado por las normas habituales de conducta del empresario en el sistema capitalista”. Ferrer llegaba a la conclusión que este comportamiento justificaba un cambio en el régimen de tenencia de la tierra y propiciaba una “reforma agraria”.

Según los enfoques de la época, la conducta de los grandes terratenientes condenaba al agro argentino a bajos niveles de producción y productividad:
“Un campo puede estar insuficientemente trabajado pese a lo cual puede proporcionar un monto suficiente de ingresos al propietario como para permitirle un alto nivel de consumo. El logro de un rendimiento suficiente como para mantener estos niveles de consumo (antes que la obtención de los máximos beneficios posibles de la explotación rural) parece ser, en efecto, la norma del comportamiento de numerosos grandes propietarios territoriales”, decía Ferrer en las primeras ediciones de La Economía Argentina.

También Guillermo Flichman en su libro La renta del suelo y el desarrollo agrario argentino se ocupa del estancamiento agropecuario durante los 35 años posteriores a 1937. Allí cita un interesante y poco difundido texto de Horacio Giberti, quien fuera uno de los principales expositores del la posición del peronismo cuarentista respecto del agro:

“…las causas de la tendencia de las grandes explotaciones hacia un bajo grado de intensidad son bastante uniformes para América Latina y quizá no se diferencien mucho del resto del mundo. En primer término, la gran explotación produce un ingreso total bastante considerable aunque no se la trabaje muy intensamente, de modo que el empresario se halla libre del apremio que amenaza a los medianos o pequeños cuando bajan la intensidad de uso de la tierra. Como frecuentemente los predios se reciben por herencia, no por compra, falta también el sentido empresario de pretender que el capital reditúe un interés acorde con la inversión. Además, razones de prestigio social y de salvaguarda de excedentes de capital inducen en no pocas ocasiones a invertir en tierras a personas que por esa misma circunstancia no atienden tanto a la rentabilidad del capital sino a la sencillez de la administración de la empresa. Es común, por otra parte, que las familias terratenientes orienten a sus hijos hacia actividades profesionales o como dirigentes de grades empresas financieras, comerciales o industriales, lo cual los desvincula más todavía de la rentabilidad máxima de las empresas agrarias”. (Horacio Giberti. “Uso racional de los factores directos de la producción agraria”. Revista Desarrollo Económico. Abril/junio 1966).

Sin embargo Flichman adhiere a otra explicación acerca del estancamiento productivo del sector agrario pampeano. Cita un estudio empírico según el cual una explotación intensiva de las tierras pampeanas no incrementaba sustancialmente la ganancia final de un emprendimiento, lo que terminaba desalentando la inversión. En otras palabras: la mayor rentabilidad, en ese tiempo, coincidía con la subexplotación y la baja inversión.

El ganadero latifundista era señalado como el paradigma del campo argentino. La feracidad de la Pampa Húmeda, generaba una superganancia (renta diferencial) que, sumada a la extensión de las estancias, hacía indiferente al aumento de la productividad por hectárea. La ganadería extensiva y la bendición de humus le permitían el acceso a elevados niveles de ingreso por fuera de la lógica capitalista de inversión, acumulación y aumento de la producción ( Nota 1).

Por eso se decía, por ejemplo, que los grandes ganaderos eran “una clase capitalista pero no burguesa”. Se señalaba de este modo su comportamiento rentístico. Y ellos eran, además, los que dominaban la escena del campo argentino y del sistema económico en su conjunto. Ellos estaban en la cúspide de una construcción económica que se completaba con una Europa industrial a la que le proveía materia prima y alimentos.

Entre los años 1937 y 1960 la producción agropecuaria de la región pampeana creció apenas un 10%. Entre 1937 y 1972, el porcentaje se estira a un modesto 20%. Es este largo período de estancamiento productivo agropecuario, con su secuelas limitativas para la generación de las divisas necesarias para impulsar a la industria, la que fortalece y otorga consistencia al pensamiento clásico del nacionalismo acerca del campo, la oligarquía vacuna, el latifundio y, en definitiva, el despilfarro de la oportunidad argentina para acumular el capital que nos transformara en un poderoso país industrial.

Desde que fue pensada y desarrollada esta interpretación acerca de la estructura, función, potencialidad y aporte del sector agrario argentino a la economía nacional, han pasado casi 70 años. Cabe preguntarse qué cosas han cambiado desde entonces y si esos cambios no ameritan una revisión completa de aquellos puntos de vista, consignas y esquemas de pensamientos que sirvieron para interpretar un momento de la historia y la economía nacionales pero que, pasados tantos años y ocurridos tantos cambios, muy probablemente ya no sirvan para interpretar la realidad actual, protagonistas y dinámica del sector rural argentino.

Hay autores importantes, como Osvaldo Barsky, que en su Historia del agro argentino (escrito en colaboración con Jorge Gelman, relativiza este concepto de “estancamiento” del agro argentino.

Dicen los autores:
“Desde hace varias décadas, toda referencia a la situación del agro argentino entre 1930 y 1960 aparece asociada con la palabra “estancamiento”. De hecho, en la literatura académica, en los informes oficiales y en la opinión pública, esta imagen fue prevaleciente hasta avanzada la década de 1970. (…) Es frecuente encontrar la referencia a él tomando como indicador la evolución del producto bruto agropecuario nacional en el período marcado, que creció a tasas menores al aumento demográfico. O bien en la caída, en este período, de las exportaciones agropecuarias. O también aspectos comparativos internacionales: notables diferencias en la evolución de la producción y del peso relativo en los mercados mundiales en relación con países de exportaciones similares a las argentinas”.

Pero más adelante aclaran que este fenómeno es definido con mayor precisión en lo ocurrido en la región pampeana y, más específicamente, en el sector granífero, compensada insuficientemente con un crecimiento de lo ganadero.

Es este relativo estancamiento del agro pampeano, que comienza a revertirse a mediados de los cincuenta y con mucha más fuerza en la década siguiente, el marco referencial del que surgió el esquema nacionalista clásico que nos habla de una oligarquía dominante que marcaba el tono de todo el sector agrario. Y la improductividad de estos grandes terratenientes condenaba a la Argentina al estancamiento e impedía su desarrollo industrial.

El conflicto entre el gobierno y el campo, iniciado en marzo de 2008 y prolongado hasta hoy, puso en evidencia la persistencia de un nacionalismo de carácter residual, que se limita a repetir aquella visión casi centenaria, que en su momento resultó útil y valedera para interpretar la realidad pero que hoy, tantos años después, carece de argumentos de peso para explicar los nuevos fenómenos económicos y sociales ocurridos en las última décadas y que han modificado la realidad que existía a mediado de los años cuarenta, cuando esos conceptos fueron sistematizados.

El deterioro de los términos del intercambio

Durante los años sesenta y setenta, desde la CEPAL (Comisión Económica para América Latina, de la UNCTAD), se popularizó un enfoque acerca del rol del sector agropecuario y su relación con la industria. Para corregir el retraso económico de América Latina, ésta debía abandonar su estructura productiva predominantemente rural y volcarse decididamente a la industrialización.

El economista Raúl Prebisch, que había formado parte del directorio del Banco Central a mediado de los años treinta y que luego había elaborado un famoso informe sobre la economía argentina tras el derrocamiento de Perón en 1955, había popularizado la teoría del “deterioro de los términos del intercambio”, desde la titularidad de la CEPAL.

La distancia entre los “centros” y la “periferia”, según este enfoque, crecía día a día en razón del “deterioro de los términos del intercambio”: el precio de los productos del agro aumentaban más lentamente que el de las manufacturas. El intercambio entre productos primarios contra industriales, sellaba el destino de los países atrasados y los condenaba para siempre a la producción primaria, aumentando la brecha entre países desarrollados y subdesarrollados, según la clasificación cepalina.

Este fenómeno se debía a que, a medida que aumentaba el ingreso de la población mundial, esos incrementos se destinaban crecientemente a bienes industriales en razón de la baja elasticidad ingreso de los productos alimenticios.

Aldo Ferrer lo explicaba en estos términos:

“En el caso de los alimentos, la demanda de la población tiende a crecer a un ritmo menor que el de sus ingresos. En otros términos, a medida que aumentaban los niveles de vida el consumo de alimentos va disminuyendo en relación al consumo total. La población dedica una mayor proporción de sus ingresos al consumo de productos industriales y servicios y a acrecentar sus ahorros. Además, a medida que aumentan los niveles de vida se produce una modificación en la composición del consumo de alimentos aumentando la participación relativa de algunos como la carne, la fruta, el azúcar, las bebidas y los productos de granja, en perjuicio de la participación de otros, tales como los cereales”.

Además, Raúl Prebisch, en su último libro, sostenía:

“La elasticidad ingreso relativamente baja de los productos primarios en general, comparada con la de los bienes industriales en continua diversificación, constituye uno de los elementos de la debilidad congénita de la periferia”. (Capitalismo Periférico, 1981)).

Si nos detenemos tanto en estos puntos de vista se debe a que si bien continúa siendo válido el concepto teórico que lo sostiene (esto es, la conveniencia de exportar productos con mayor valor agregado), los cambios en la demanda mundial de alimentos y el aumento de los precios internacionales de los commodities agrarios, impactan decisivamente en las conclusiones de lo que era, hasta hace algunas décadas, una verdad indiscutida acerca del rol, función y posibilidades del sector agropecuario.

El paradigma ideológico de la posguerra no carecía de poder de seducción. Describía dos bloques de intereses nítidamente antagónicos. De un lado, el viejo país agrario, homogeneizado por la oligarquía vacuna, que era apenas un apéndice de la Europa industrial liderada por Gran Bretaña. Del otro lado, la emergencia de una nueva nación, moderna, que pugnaba por la industrialización. Este “bloque nacional” estaba conducido por el Ejército e incluía a las clases sociales modernas, que miraban hacia el futuro. El pueblo de un lado, la oligarquía del otro. El esquema no podía ser más atractivo.

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La oligarquía peronista. Por Jorge Fernández Díaz


A los Kirchner les encanta atizar el fuego de la lucha heroica contra los "poderes concentrados". Esa expresión, que sirve para mantener alerta y cohesionada a la tropa y es fundamental para recrear la mística del "relato", viene desde los últimos años del primer peronismo. Eran los "poderes concentrados" los que habían derrocado a Juan Domingo Perón, proscripto al partido y sus íconos y divisas, secuestrado el cadáver de Eva, procesado y detenido a sus dirigentes y fusilado a sus leales.
Podían verdaderamente los peronistas explicar su heroísmo durante la resistencia; incluso en los turbulentos años 70, cuando intentaron un giro guevarista, y sobre todo durante la última dictadura militar, que los torturó y asesinó aplicando el más siniestro terrorismo de Estado.


Toda esa épica reconocible ha quedado, sin embargo, bastante lejos. A partir de la era democrática, el Partido Justicialista se transformó en un colectivo que gobernó y no dejó gobernar, una casta de dirigentes humildes que se transformaron rápidamente en millonarios habitantes de fastuosas mansiones, con poder territorial y presupuestos abultados. Y la capacidad para girar a derecha e izquierda y hacerle creer una y otra vez a la sociedad que los iguales eran distintos, y que en realidad los de antes no resultaban "verdaderos peronistas" como ellos, "los auténticos", que llegaban siempre ansiosos para un nuevo turno. Dentro de esa realeza política, que de algún modo se convirtió en lo que antes combatía, hay príncipes, duques y barones (del conurbano) que luchan por el botín y se enfrentan en batallas y traiciones para que todo cambie sin que cambie el fondo. Es decir, para que no haya alternancia y el peronismo siga su monólogo interminable.
Hay peronistas en el Gobierno y en la oposición; la maquinaria pejotista -ya un remedo indisimulable del PRI mexicano- condiciona a las administraciones que no son de su mismo color, y cualquiera sabe hoy que desde el más rebelde y "progre" hasta el más "derechoso" debe entrar en el peronismo para tener una mínima chance electoral. El peronismo, por aciertos propios e ineptitudes ajenas, triunfó. Y sabido es que cuando un movimiento que se autopercibe como revolucionario triunfa y se apoltrona en el poder, inevitablemente se vuelve conservador. El peronismo, más que ningún otro sector de este país, representa de ese modo una nueva forma de conservadurismo conducida por una nueva clase de oligarquía.
El gran narrador Jonathan Swift parecía hablar de las internas peronistas cuando escribía aquella imagen célebre: "Podemos observar en la república de los perros que todo el Estado disfruta de la paz más absoluta después de una comida abundante, y que surgen entre ellos contiendas civiles tan pronto como un hueso grande viene a caer en poder de algún perro principal, el cual lo reparte con unos pocos, estableciendo una oligarquía, o la conserva para sí, estableciendo una tiranía".
Es interesante la palabra "oligarquía", sinónimo supremo de los "poderes concentrados". La Real Academia Española la define como "gobierno de pocos", pero anota también otra acepción: "Conjunto de algunos poderosos negociantes que se aúnan para que todos los negocios dependan de su arbitrio".
Ese "gobierno de pocos" se consigue, justo es decirlo, con el apoyo de muchos. La increíble ineptitud de las sucesivas oposiciones al peronismo hicieron posible esta paradoja: votar al menos malo y legalizar así mediante las urnas el sostenimiento de una estructura de señores feudales que terminan transgrediendo las reglas democráticas, realizando lo que no prometieron y dejando una bomba de tiempo económica.
Los peronistas dominan quince provincias y comparten porciones importantes de poder en otras seis. Más allá de fracturas momentáneas, son amplia mayoría en las dos cámaras del Congreso y en las principales legislaturas. Controlan grandes y pequeñas ciudades. Tienen una red gigantesca de punteros y planes sociales. Poseen las principales cajas públicas nacionales, provinciales y comunales, sin olvidar que utilizan como propios para tareas políticas y faenas de cooptación y hostigamiento a la Anses, la AFIP, la SIDE y el Banco Central. Nadie puede gobernar el país sin cierto consentimiento por parte de los principales intendentes del conurbano bonaerense, que administran desde hace décadas un territorio donde la desigualdad y la pobreza han crecido, y donde ahora cunde la anomia, el clientelismo y el gerenciamiento de la miseria.
La columna vertebral del movimiento domina el transporte de tierra, aire y agua de la Argentina: desde los camioneros y la Fraternidad y la Unión Ferroviaria hasta los colectiveros de todas las distancias, los pilotos de avión, los peones de taxi y los trabajadores portuarios responden a un mínimo gesto de Moyano, que también maneja a otros cien pequeños gremios. Su influencia llega a las tarifas, a los precios, impacta en la alimentación y en los peajes, y talla en todo el aparato peronista: es vicepresidente del PJ nacional y, como no le alcanzaba, también del bonaerense.
Sus competidores, los Gordos, cuentan con otros cincuenta gremios aliados, sin olvidar a los empleados de las estaciones de servicio, las agencias de seguridad, la sanidad, el comercio, los gastronómicos y los muchachos de Luz y Fuerza. Su poder de negociación es letal, y no hay empresario importante que pueda resistir el embate a fondo de estas organizaciones todopoderosas, encabezadas por burócratas enriquecidos. Ningún gobierno independizado del "partido único" sería capaz de sobrevivir sin "una pata peronista" o sin hacer un acuerdo espurio con todos estos jerarcas.
A eso el gobierno justicialista suma un ejército piquetero de 150.000 personas dispuestas a movilizarse, cortar calles y rutas, bloquear locales y escrachar personas. Me refiero a los militantes activos de Movimiento Evita, Tupac Amaru, Central de Movimientos Populares, Frente Transversal y Popular, todos ellos sensibles a la caja y los mandatos de la Casa Rosada.
Del viejo establishment no queda más que un grupo de empresarios asustados y con escaso margen para operar significativamente sobre la realidad. Muchos de ellos hacen excelentes negocios con el Gobierno, otros temen sus ataques y acompañan en silencio. Y luego están los que cedieron a la presión y al debilitamiento, y les vendieron a los capitalistas amigos de Kirchner, que fueron armando a su vez un conglomerado para hacerse dueños del agua, el gas, el petróleo y los medios. Los grupos adictos al peronismo se expanden y han logrado articular holdings impresionantes que reciben órdenes desde Olivos. Los bancos quedaron debilitados y sin fuerza para condicionar cualquier cosa cuando les arrancaron las AFJP: los más grandes y gravitantes son el Nación y el Provincia, cuyo control férreo está en manos del peronismo gobernante. Las cámaras empresarias fueron copadas o dividas. Las multinacionales que tenían servicios públicos le temen más al gobierno argentino que a Dios. La economía está más concentrada en la actualidad que en los aborrecidos años 90. Es el momento de mayor presión tributaria y más alto gasto público de la historia: el 72% está en manos de Presidencia de la Nación. Billetera no sólo mata galán. También mata ideal. Y con esos billetes, los perseguidos de antes son los perseguidores de ahora.
A esto se suma un sistema propagandístico en expansión formado por medios estatales y provinciales engordados con el erario; cadenas noticiosas y radios de primer orden que reciben publicidad oficial y negocios, y que propalan con entusiasmo las buenas nuevas y toman represalias contra los periodistas díscolos; diarios y revistas que están al servicio del oficialismo haciendo alharaca con la libertad de expresión pero que jamás investigarán ningún hecho de la corrupción kirchnerista.
En un país que es rehén -gozoso o angustiado- del peronismo, victimizarse y buscar chivos expiatorios, conspiradores destituyentes y sinarquías internacionales resulta, por lo tanto, un viejo truco vacío, casi una broma. Como pasar por contestatarios cuando son y representan al mismísimo statu quo, a la hegemonía en su punto de máxima cocción. Los "poderes concentrados" hoy los detentan en la Argentina precisamente los miembros del gran partido del poder. Una nueva oligarquía política que perdió la heroicidad hace mucho, mucho tiempo.

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