El
general Alejandro Lanusse estaba obsesionado con Perón. No era para menos:
desde su derrocamiento en 1955, los militares –y la clase política en su
conjunto- no habían encontrado una solución para incluir al peronismo en la
política argentina. Salvo la proscripción, claro.
La
exclusión del peronismo y la prohibición de Perón habían generado presidentes
débiles, raquíticos de poder. Primero fue Arturo Frondizi, que soportó más de
treinta planteos militares. Y luego Arturo Illia que ascendió al poder con
menos de una tercera parte de los votos emitidos.
La
Revolución Argentina había comenzado con Juan Carlos Onganía en junio de 1966
y, en los hechos, había finalizado con el ‘cordobazo’, en mayo de 1969, si bien
recién al año siguiente Lanusse decidió el reemplazo de Onganía por el ignoto
Roberto Levingston, hasta que pocos meses después, el propio Lanusse se quedó
con el poder.
Los
militares especulaban con la muerte de Perón pero el líder gozaba de una salud
envidiable. La inquietud social y política crecía cada día y la guerrilla, en
sus comienzos alentada por el propio Perón, había transformado el país en un
infierno.
En
ese clima ingobernable, el Ejército decidió que había llegado la hora de realizar,
finalmente, una apertura política. El radical Arturo Mor Roig fue nombrado
ministro del Interior y rápidamente se convocó a elecciones para marzo de 1973.
El problema que significaba la candidatura de Perón fue solucionado de un modo
singular: las Fuerzas Armadas promulgaron un decreto que establecía que quien
aspirase a ser candidato a la presidencia debía tener residencia mínima y
continuada en el país durante los seis meses previos a los comicios. Había una
sola persona que no cumplía ese requisito: Perón. Él era, además, el candidato
que deseaba votar una amplia franja de la sociedad argentina.
Perón
eligió a alguien de su entorno, al que consideraba más leal y con menos caudal
electoral propio. Un personaje insignificante y sin peso en la política
nacional: Héctor J. Cámpora. Además, los militares habían modificado la ley
electoral con la ilusión de derrotar al peronismo: implantaron el sistema de
doble vuelta. Si alguno de los candidatos no llegaba al 50%, debía celebrarse
una nueva elección con los dos más votados. Eso aseguraría, pensaban, la
derrota del peronismo.
Las
elecciones presidenciales del 11 de marzo, entonces, se celebraron con un solo
proscrito, por decreto: Perón. Hacia la medianoche, el escrutinio ya revelaba
una clara derrota de la estrategia militar: Cámpora llegó al 49,5% de los votos
y, muy lejos, la fórmula radical llegaba al 21% de los sufragios. Rápidamente
Balbín anunció que su partido renunciaba a la segunda vuelta. Cámpora fue
presidente.
El
mismo día de su asunción, el 25 de mayo, fueron liberados todos los
guerrilleros que purgaban prisión. Aunque visto a la distancia pareciera
imposible, lo que había sido en los hechos una suerte de ardid electoral, la
presentación de una candidatura para sortear la ley militar, alentó a Cámpora a
permanecer en el poder como si esa circunstancia no hubiera sido consecuencia
directa de la exclusión de Perón.
Cámpora
y varios gobernadores de provincia abrieron la puerta de sus gobiernos a
militantes de la guerrilla peronista, ya enfrentada con Perón. La consigna
electoral “Cámpora al gobierno, Perón al poder”, encontraba de este modo una
curiosa forma de realización que en los hechos perpetuaba la proscripción del
líder justicialista.
Fuertemente
presionado, Cámpora fue obligado a renunciar para, esta vez sí, convocar a
elecciones sin proscripciones, con Perón como candidato. Se realizaron el 23 de
septiembre y la fórmula Juan Domingo Perón – María Estela Martínez de Perón se
impuso con el 62% de los votos. El desplazamiento de Cámpora del poder,
ejecutado por el propio Perón que era el dueño indiscutido de los votos, fue
calificado como “un golpe de la derecha” por parte de los peronistas afines a
la guerrilla montonera.
El
enfrentamiento entre este sector y el propio Perón tuvo capítulos sangrientos
que comenzaron cuando aún estaba fresca la alegría popular por el triunfo
electoral: dos días después de los comicios, los montoneros asesinaron al líder
de la CGT, José Ignacio Rucci, brazo derecho de Perón.
Para
la guerrilla peronista, el gobierno de Cámpora fue un oasis de gloria que duró
menos de dos meses. Pronto llegó la hora de la verdad: tuvieron que enfrentarse
con el propio Perón, a quien hostigaron con las armas en las manos, de mil
maneras. El derrocamiento en Córdoba del gobernador Ricardo Obregón Cano a
manos del jefe de policía, se inscribe en esa batalla por espacios de poder que
tenía al propio líder justicialista como jefe de las fuerzas que intentaban
reducir a los terroristas de su propio movimiento.
Quizá
el punto más simbólico de este combate fue el acto del 1º de Mayo de 1974, Día
del Trabajador, cuando la columna montonera comenzó a insultar a Perón y a
Isabel y fueron echados de la Plaza de Mayo por el propio líder. Ya en enero de
ese año, ante el intento por parte de un grupo guerrillero de tomar el cuartel
militar de Azul, Perón había manifestado su deseo de que “el reducido número de psicópatas que va
quedando sea exterminado uno a uno para el bien de la República”.
La
izquierda guerrillera peronista, muchas de sus ideas y su distancia de Perón,
embeben el gobierno de Cristina. Aunque ni Néstor Kirchner ni la presidenta
tuvieron en aquel momento participación activa en los grupos armados que
hostigaron a Perón, el gobierno ha incorporado con status de combatientes
patrióticos a quienes en aquellos años duros asesinaron militares,
sindicalistas, políticos, policías e intelectuales.
La
valoración de Cámpora y el rechazo a Perón que hoy realizan los grupos e
intelectuales afines al gobierno, parten de esos hechos ominosos que luego
abrieron la puerta a un período aún más sangriento tras el golpe de 1976.
Con
la historia a la vista, ningún nombre podría ser más adecuado para una
agrupación política que represente a los partidarios del actual gobierno, que
“La Cámpora”.
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