sábado, 20 de diciembre de 2008

Tiempo de cambiar (y no sólo de agenda). Por Jorge Raventos

Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa.

Rodrigo Caro, A las ruinas de Itálica (circa 1630)

Hubo una Argentina donde no morían diariamente ocho chicos por desnutrición (hubo inclusive una Argentina en la que se proclamó a los niños "únicos privilegiados"). Hubo una Argentina en la no tenían espacio los carteles de la droga; donde no se convocaba a dudosos capitales a blanquearse en sus pampas y mucho menos se les garantizaba que no se les miraría pelo ni marca. Hubo una Argentina que supo multiplicar su producción y sus ingresos a un ritmo que hoy llamarían chino; que acogió, alimentó y hospedó a millones de inmigrantes que en pocos años estaban plenamente integrados. Hubo, en fin, otra Argentina. Otras, si se quiere.
La Argentina actual tiene la misma cédula de identidad de aquella que fue capaz de enormes proezas, pero en vísperas de su bicentenario se la ve sombría, aislada y decadente, pese a las oportunidades que le ofrece el mundo.

En el umbral de las fiestas de fin de año, los cronistas no registran alegría. Una encuesta reciente refleja el creciente pesimismo que reina: casi 70 de cada 100 de los consultados consideraron que tanto la economía del país como las de sus familias estarían "peor" o "mucho peor" en 2009. El gobierno pretende neutralizar ese sentimiento con frenéticos anuncios de medidas (muchos de las cuales repiten o imitan anteriores anuncios incumplidos), sin captar que, en rigor, aquel escepticismo generalizado es producto de la desconfianza que el propio gobierno sembró con sus comportamientos. Después de confiscar los ahorros previsionales de nueve millones de trabajadores, la presidente decidió subsidiar con ellos la venta de automóviles que podrán comprar quienes estén en condiciones de afrontar cuotas de 900 pesos mensuales; también anunció está semana medidas impositivas para incrementar los ingresos de las personas que ganan más de 7.000 pesos por mes. No ella, sino su esposo, explicó que no podrá disponer aumentos para el conjunto de los trabajadores y tampoco para los jubilados, que deberán contentarse con un regalo de 200 pesos mientras esperan (con una inflación de 29 por ciento) que durante el año próximo sus retribuciones aumenten un 10 o un 13 por ciento.
La amargura y el disgusto que se observan en Buenos Aires son una muestra pálida de lo que se vive en provincias, donde el campo está paralizado, en muchos casos se ha roto la cadena de pagos, fábricas y comercios sienten dramáticamente la crisis y los despidos estallan en vísperas del fin de año.
El viernes 19, después de enterarse que casi 800 trabajadores fijos y 400 contratados de la firma Paraná Metal serían suspendidos sin goce de sus ingresos (y muchos de ellos perderían a corto plazo su empleo) miles de ciudadanos de se lanzaron a las calles para solidarizarse con ellos. La fábrica metalúrgica está ubicada a casi 4 kilómetros de Villa Constitución y fueron recorridos por una manifestación obrera que fue sumando vecinos a medida que marchaba. Pararon de inmediato sus actividades comercios, servicios y otras industrias. Paraná Metal es una empresa autopartista que resolvió paralizar sus actividades y pedir convocatoria de acreedores. Su suerte parece un anticipo de la que podrían correr otras empresas ligadas a la actividad automotriz, que está fuertemente afectada. No lejos de Villa Constitución, los trabajadores de General Motors se encuentran también en conflicto como consecuencia de una situación análoga: esa crisis que el gobierno apenas unas semanas atrás consideraba (con arrogancia y cortedad de miras) algo ajeno.
El gobierno de Néstor y Cristina Kirchner dedica sus mayores esfuerzos, entretanto, a ganar batallas pírricas en el Congreso. Los legisladores oficialistas, actuando con obediencia y velocidad dignas de mejor causa, aprobaron primero la no coparticipación del impuesto al cheque, es decir, la cesión a la caja central de recursos que escasean en las provincias (una dadivosa decisión que más temprano que tarde deberán explicar a sus votantes). De inmediato, avanzaron en el Senado en la sanción de la ley que permite el blanqueo de capitales y que abre la puerta al lavado de fondos espurios producto de actividades criminales.
En rigor, el Senado votó sin mosquearse un proyecto cuya media sanción en Diputados había sido ruidosamente cuestionada por ilegítima (la oposición sostiene que no contó con el número de votos que exige la Constitución) y que ha sido llevado a la Justicia. ¿Quién tendrá tanta urgencia por blanquear sus fondos para arriesgarse a hacerlo con una ley que necesita aún un visto bueno judicial? El abogado y polígrafo Enrique Avogadro ha difundido una astuta propuesta para evitar con esta ley que los lavadores aterricen en la Argentina. "Mi receta – dice- es muy simple: aprovechemos nuestra mala fama. Todo el arco político opositor y decente, más la Iglesia y los líderes de las comunidades religiosas, deben suscribir un comunicado informando, urbi et orbi, que (…) esta ley será revisada, en cumplimiento de los acuerdos internacionales que Argentina ha suscripto, y los capitales que hubieran llegado hasta entonces sin declarar su origen serán confiscados. (…) Si hacemos lo que propongo –sugiere Avogadro-, hasta los lavadores se cuidarán muy bien de traer esos fondos y, con ello, nos ahorraremos, sólo tal vez, un destino comparable a las tristísimos realidades de México, Colombia y las favelas brasileñas".
La propuesta invoca, en realidad, la fuerza latente de la opinión pública, sólo por momentos empleada a fondo. Esta semana, por ejemplo, esa fuerza reflejada por los medios, por las encuestas y –con mucha decisión- por la Iglesia, consiguió detener ciertos avances de los intereses ligados al gobierno de la familia Kirchner y al, digamos, "capitalismo lúdico". Tanto en el distrito porteño como en la provincia de Buenos Aires parecía inminente la apertura de oportunidades para que las empresas de juego capitaneadas por el señor Cristóbal López ampliaran sus actividades. Tanto el jefe de gobierno porteño, Mauricio Macri, como el gobernador bonaerense, Daniel Scioli, decidieron paralizar esos avances y suspender cualquier resolución en ese sentido hasta mejor oportunidad. "Necesitamos recursos, pero necesitamos más sostener valores", declaró Macri. Ambos mandatarios tuvieron la virtud de escuchar a tiempo la resistencia de la sociedad, una cualidad que le faltó al gobierno nacional en, por caso, el largo conflicto con el campo, que para la Casa Rosada no se ha cerrado, pues sigue castigando a los productores rurales con indiferencia y falta de medidas, así como sigue golpeando al vicepresidente Julio Cobos por aquel voto de desempate en el Senado. "Evité un estallido social", sigue argumentando Cobos. Tal vez haya que decir, más acotadamente, que lo postergó. Porque para evitarlo hace falta, en realidad, un viraje más rotundo de rumbo y esto no parece previsible a la luz de la conducta del oficialismo, que no parece evaluar con claridad la dramática situación que ya vive más de la mitad de la Argentina, la seriedad de las perspectivas inmediatas, la volatilidad que hay en el ambiente y los riesgos de un comportamiento que, con la ambición de acumular poder, está en realidad encogiéndolo en el ensimismamiento, reconcentrándolo en la furia.
Aislada, sombría, decadente, azotada por su propia crisis y la que conmueve al mundo, con instituciones débiles y un poder hegemónico en franco retroceso, Argentina necesita cambios, la realidad le reclama cambios. Y no sólo el cambio de almanaque.

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