lunes, 23 de marzo de 2009

De infiernos y lugares comunes. Por Daniel V. González






(Esta nota fue publicada en los diarios La Mañana de Córdoba y Río Negro, con motivo del 30ª aniversario del 24 de marzo de 1976)


Un nuevo aniversario del 24 de marzo encuentra a los argentinos en la conmemoración casi rutinaria de los acontecimientos políticos que llevaron al derrocamiento del gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón, que había llegado al poder tras las elecciones de setiembre de 1973 integrando una fórmula que obtuvo el 64% del total de los votos emitidos. Desde hace algún tiempo estamos sumergidos en una versión de los hechos que resulta atractiva por su simplicidad pero que prescinde de matices y de algunos datos esenciales para que la comprensión pueda ser integral. Como cualquier interpretación de ese período político que no coincida con la versión oficial es sospechada de antidemocrática, nos apresuramos a aclarar que consideramos repudiables todos los crímenes aberrantes perpetrados durante esos años y los años previos, como así también todas las violaciones a los más elementales derechos humanos.
Pero el horror de ese tiempo no debe cegarnos respecto de una interpretación más afinada y que tenga en cuenta todos los elementos en juego, algunos de ellos, rigurosamente omitidos en las abundantes construcciones y reconstrucciones de esos días aciagos.La denominación de “dictadura militar” es ya la primera deformación en que solemos incurrir pues se omite en esa designación un hecho esencial: la decisiva participación y responsabilidad de amplios sectores de la sociedad civil que, activa o pasivamente, promovieron, aceptaron, acataron o bien se mostraron satisfechos por el derrocamiento del gobierno de la señora de Perón. ¿Por qué a la versión hoy oficial del 24 de marzo le cuesta aceptar que se trató de un golpe y un gobierno “cívico-militar”? ¿Por qué omitir que el Proceso de Reorganización Nacional tuvo apoyo de amplias capas de la población, especialmente de las clases medias que estaban horrorizadas por el clima político creado por la guerrilla y los grupos violentos “paraoficiales”? Pero el apoyo civil no se limitó sólo a eso. La casi totalidad de los partidos políticos de la Argentina, incluido un sector del propio peronismo, vieron con beneplácito el golpe del 24 de marzo y, además, proveyeron funcionarios y equipos a los nuevos gobernantes. Y hablamos de la UCR, del Partido Socialista, del Partido Demócrata Progresista, del Partido Comunista y otros de similar importancia. Todos aportaron su gente al nuevo gobierno, o bien declaraciones de apoyo. No por reiterada debe ser olvidada la expresión de Ricardo Balbín acerca de que “Videla es un soldado de la democracia” o bien que el socialista Américo Ghioldi, significativa figura de la política argentina, fue nombrado embajador en Portugal o bien que Alberto Natale fue intendente en Rosario, por dar sólo algunos ejemplos representativos.Quien se tome el trabajo de repasar la prensa gráfica o los registros televisivos y radiales constatarían que también los medios de prensa, y también los periodistas en su amplia mayoría, estaban alineados en una posición de apoyo, por propia convicción más que por presiones del gobierno o por temores a la represión. Estamos diciendo que no sólo las empresas periodísticas en su gran mayoría brindaron su apoyo sino también una amplia mayoría de los propios periodistas lo hicieron.No pocos intelectuales también compartieron con entusiasmo el nuevo rumbo político. Quizá el caso emblemático sea el de Ernesto Sábato, que en compañía de Borges, el padre Leonardo Castellani y el presidente de la SADE, compartió un almuerzo con Videla y le expresó de mil maneras su apoyo, según relató el padre Castellani. Ello no fue obstáculo, claro, para que posteriormente Sábato se horrorizara por los crímenes cometidos por el poder, abominara de ellos y se transformara en uno de los rostros más doloridos de rechazo a la dictadura.Nuevamente preguntamos: ¿por qué nos resulta tan difícil aceptar que el 24 de marzo no fue un producto de un puñado de militares sino la consecuencia de un vacío político que fue llenado por civiles y militares de casi todos los partidos políticos?Probablemente la simplificación a la que nos estamos acostumbrando tenga el beneficio de evitar que nos enfrentemos con una realidad que nos resulta inaceptable: que amplios sectores de la sociedad civil deseaban terminar de cualquier modo con el caos generado por la guerrilla y los grupos “parapoliciales” y “paramilitares”. Y muy probablemente, el grueso de la población, puesto a elegir, deseaba que la batalla que se libraba fuera ganada por los militares y no por los guerrilleros, tal como efectivamente ocurrió. Es muy difícil de aceptar, además, que en ese momento a importantes franjas de la ciudadanía no le importaba el costo que hubiera de pagarse para lograr que, de una vez por todas, se terminara con las bombas, los secuestros y las acciones armadas.La negación a resignarnos a esta posibilidad quizá sea el motivo por el cual preferimos adoptar una explicación más cómoda y pretender que en esos años el país estuvo sometido por un puñado de hombres de uniforme que sojuzgó durante más de un lustro al conjunto de la población civil, que se rebelaba cotidianamente. Pero esta situación de apoyo y complacencia por parte de importantes sectores de la sociedad civil no sólo se verificó al comienzo del Proceso. Quien esto escribe conserva en su memoria una reveladora anécdota: avanzado el gobierno militar, hacia marzo de 1981, Viola debía suceder a Videla. En una conferencia de prensa antes de asumir, se permitió una humorada burlona sobre lo lejos que estaba aún el restablecimiento de la democracia. Todos los periodistas presentes rieron con Viola a carcajada batiente. Muchos de ellos y ellas luego se transformaron en adalides de la denuncia contra el Proceso Militar y alguno integró la CONADEP. Sin embargo, semejante grado de impostura no fue sino un reflejo de lo que acontecía más abajo, en las clases medias, muchos de cuyos miembros transitaron en pocos años la ilusión del regreso de Perón, el apoyo a Videla y poco después el respaldo a Alfonsín.La simplificación extrema (podría denominarse “teoría del gran demonio”) cuenta con varias ventajas. Una de ellas es relevarnos de un análisis incómodo de los acontecimientos históricos recientes que tienen una concatenación causal directa: los enfrentamientos de Perón con la clase media durante los años 45/55, su derrocamiento, su proscripción durante 18 años, el surgimiento del terrorismo urbano, la respuesta ilegal. El golpe del 24 de marzo sirve para explicar a las nuevas generaciones el comienzo de todos los males en nuestro país, una especie de Big Bang del mal en la política argentina. Se trata de una simplificación tan brutal y elemental que revela un cierto paralelismo con la carencia de matices ideológicos de los que en aquellos años eligieron la vía armada.La versión oficial también proporciona otra ventaja: deja sin rol alguno, salvo el de víctimas, al terrorismo urbano, a la guerrilla. Vivimos un tiempo en el que toda explicación que intente incluir en el análisis de los hechos políticos de 1976 a la guerrilla es rotulada con el intimidatorio nombre de “teoría de los dos demonios”. No puede objetarse a los guerrilleros sin ser sometido al chantaje de ser sospechado de partidario del gobierno de Videla. Así, el asesinato de policías, gremialistas, militares o simples militantes políticos (Arturo Mor Roig, por ejemplo), incluso bajo la vigencia de la democracia (como el asesinato de José Rucci, por ejemplo) quedan fuera de la discusión pues se incurriría en equiparar estos asesinatos con las horrorosas desapariciones de miles de personas que practicaron los militares. Así, sólo resulta aceptable la condena de unos crímenes (horrorosos por cierto) y no la de otros crímenes. Y a partir de ahí ninguna discusión es posible. Con el paso de los años, las tres armas han hecho sus respectivas autocríticas e incluso se ha llegado al gesto sobreactuado de descolgar las figuras que resultan abominables de las paredes de los cuarteles. Cada militar debe hacer profesión de fe democrática en forma cotidiana, y demostrar día por día que piensa igual que el presidente sobre los hechos políticos y militares de esos años. Sin embargo, no se avista en el horizonte, al menos en boca de los principales protagonistas, ninguna autocrítica de los guerrilleros. Ninguno dice, por ejemplo, que no ha sido correcto asesinar a tal o cual militar, o a la hija de tal o cual militar. No hay una voz que diga que asesinar a Rucci, 48 horas después de que Perón ganara abrumadoramente la elección presidencial, fue una monstruosidad. Tampoco suele recordarse que la asunción del poder por parte de los militares era un objetivo buscado por parte de la guerrilla que pretendía, de ese modo, “agudizar las contradicciones del sistema”. No hay todavía un atisbo de autocrítica por parte de los derrotados militarmente en esos años.Pero hay una luz alentadora. Algunos intelectuales ya han comenzado a disentir de la versión oficial sobre los años de plomo y poco a poco se agregan nuevos puntos de vista. Hace pocos meses los textos de Oscar del Barco causaron gran revuelo. Al referirse a declaraciones de Héctor Jouvé publicadas en la revista La Intemperie, dijo Del Barco: “Este reconocimiento me lleva a plantear otras consecuencias que no son menos graves: a reconocer que todos los que de alguna manera simpatizamos o participamos, directa o indirectamente, en el movimiento Montoneros, en el ERP, en la FAR o en cualquier otra organización armada, somos responsables de sus acciones. Repito, no existe ningún ‘ideal’ que justifique la muerte de un hombre, ya sea del general Aramburu, de un militante o de un policía”. Asimismo, otros intelectuales, como Héctor Schmucler y Beatriz Sarlo, han intentado recientemente una visión distinta y menos autocomplaciente sobre los hechos que ocurrieron a partir del 24 de marzo de 1976. Quizá sea el comienzo de una nueva visión que incluya en el análisis algunos elementos hasta ahora omitidos en los clisés que se reiteran año tras año para esta fecha.

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