domingo, 26 de diciembre de 2010

El dilema de Cristina. Por Gonzalo Neidal

Al gobierno nacional se le siguen complicando las cosas con la toma de tierras. Hace unos días, cuatro gendarmes que custodiaban un predio fueron baleados por un grupo que pretendía ocuparlo.
El gobierno oscila entre la necesidad de poner orden en un tema que amenaza con desbordes peligrosos y su política de no represión a este tipo de delitos, política que ejerce con gran orgullo.
Pero sabe que con su prescindencia corre dos riesgos. Uno, que haya muertes por enfrentamiento entre vecinos ya radicados y ocupantes ilegales de las tierras. El otro, al cual es igualmente sensible, es que puede perder votos entre los vecinos que resisten estas ocupaciones ilegales. De hecho ya hay encuestas que reflejan esta mengua.

Por eso, el gobierno de Cristina se mueve con espasmos contradictorios. Un día remueve a Aníbal Fernández del manejo de la Policía Federal, que aparece reprimiendo en la TV. Y pone ahí a Garré quien anticipa que no va a reprimir. El progresismo festeja tanta sensibilidad pero los vecinos se enfurecen por la falta de solución a las tomas y la proliferación de ocupaciones.
Entonces el gobierno decide poner 6.000 gendarmes en la calle como una fuerza disuasiva mientras negocia el abandono de los predios ocupados. Pero como ya anticipó que no reprimirá, las ocupaciones no cesan y ahora se agrega la agresión con armas de fuego a varios gendarmes.
Por un lado el gobierno no quiere perder el voto progresista, núcleo duro de apoyo a Cristina. Pero por otro lado necesita conservar los votos de los pobres de la Capital y el conurbano, que piden soluciones para las ocupaciones, que quieren algún modo de represión, que organizan marchas todos los días en contra de las tomas de tierras y que amenazan con enfrentamientos de incalculables consecuencias.

Distintas visiones
Dentro del propio gobierno hay distintas visiones sobre este tema. La ministra Garré y su asesor, el periodista Horacio Verbitsky, adjudican las tomas a una conspiración organizada por oscuras fuerzas en cuya cúspide está Eduardo Duhalde. La propia presidenta ha suscripto en alguno de sus discursos esta tesis. Los ocupantes serían fuerzas organizadas por un sector de la oposición, con ánimo de desestabilizar al gobierno con el caos que esto genera. El devaluado Jefe de Gabinete Aníbal Fernández insiste en adjudicarle a Eduardo Duhalde la organización de los desmanes y ocupaciones de tierra que van ocurriendo en estos días, provocados e incentivados por la evidente ausencia de estado y las promesas de no represión.
Esta explicación se desmoronó con el transcurso de los días a partir del momento en que el líder de los ocupantes del Parque Indoamericano, un señor que portaba el oportuno apellido Salvatierra, confesó su fervor kirchnerista.
Los desmanes ocurridos el jueves 30 en la estación Constitución, también fueron adjudicados a la perversión destituyente de Eduardo Duhalde, aún cuando fue evidente que el cese de la partida de trenes, ocasionado por el corte de vías en el FFCC Roca, fue un detonante que caldeó los ánimos de los pasajeros y creó condiciones inmejorables para que, probablemente, activistas de los pequeños grupos de ultraizquierda fogonearan la comisión de desmanes, incendios y saqueos. Daba vergüenza ver cómo la policía se escondía de los manifestantes que, con piedras, la hacía retroceder y tornaba ineficaz su presencia.
Algunos intelectuales kirchneristas han preferido reforzar su discurso anti discriminación, aún cuando este enfoque inicial ya fuera abandonado por el gobierno nacional en vista de su ineficacia argumental. Por ejemplo, Horacio González hace una suerte de chantaje ideológico consistente en acusar de racista a todo aquél que no aprueba las tomas ilegales. Con su habitual prosa confusa y nebulosa, además de pretenciosa, discurre sobre esta teoría de que “ha emergido un pliegue racista”. Ridiculiza a los vecinos, vocablo que adorna con comillas descalificadoras, a los que piensa como protagonistas de una “lucha tacaña”, y “mandados ellos sí a la turbia epopeya racista”. ¿Mandados por quién?
Como González es sociólogo, debe saber que los vecinos, sin comillas, que resisten las ocupaciones, son, seguramente, históricos votantes del peronismo. Se trata de trabajadores formales o informales, clase media baja y media, que habitan bordes de algún cinturón del conurbano bonaerense y que piden el cumplimiento de las leyes.
González apela a palabras duras como “racismo” pero su discurso está impregnado de la prescindencia y ligereza de un señorito que habita confortablemente en Recoleta o Palermo, bien lejos del territorio de esa lucha entre pobres. Desde ahí, seguramente escribiendo en una notebook, y regulando el aire acondicionado con el control remoto adecuándolo al calor que acompaña su indignación filosófica, arroja palabras de genuino desprecio hacia los vecinos, trabajadores de suerte irregular, a los que necesita vincular como sea a los malignos manifestantes del campo o a la Liga Patriótica de Manuel Carlés de hace un siglo. Y todo para hacernos creer, que el racismo es la clave de la trágica disputa entre pobres que estamos presenciando.
Uno podría preguntarse si en todo esto no tendrá nada que ver la ausencia de una política de vivienda para los más pobres –argentinos y hermanos de países vecinos- de los años de los Kirchner.

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