El fallo en el caso Marita Verón le cayó como anillo al
dedo a la presidenta de la Nación. Era justo lo que ella necesitaba para
encontrar una veta por la cual intentar captar el apoyo de una franja de la
opinión pública que está disconforme con la justicia argentina.
Cristina parece decirnos: “¡Qué horror el fallo en el
caso de Marita Verón! ¿Vieron? ¡Es el mismo problema que tengo yo con la Corte
Suprema! Son jueces que no interpretan lo que el pueblo quiere y lo que la
patria necesita. Por eso es que se hace inevitable que tengamos una justicia que
nos satisfaga. Que falle en consonancia con el pueblo. En consecuencia… hay que
democratizar la Justicia.”
Tal la secuencia discursiva –obvia y grosera, tosca y
rudimentaria- que nos plantea la presidenta. Se queja del horror tucumano pero
lo que verdaderamente le interesa es la Corte Suprema y su posición sobre una
par de artículos de la Ley de Medios. Ahí apunta. Y a ningún otro lado.
La indignación popular contra el fallo del caso Verón
es, en un sentido, justificada. Y en otro aspecto, no lo es en absoluto. Hay
indignación porque, nuevamente, un caso horrible como es el secuestro y la
desaparición de una mujer (con fuertes sospechas de haber sido sometida a
esclavitud sexual), se desliza hacia la impunidad. Otro crimen sin condena. La
certeza pública de que, más allá de los aspectos jurídicos del caso, el conjunto
de los acusados guardan ostensible vinculación con el submundo de la trata de
personas en Tucumán, con tolerancia de policía y gobierno. De ahí la indignación
y la ira. Las piedras y los vidrios rotos.
Pero la justicia no necesariamente debe fallar en
consonancia con las presunciones populares. De ser así, estaríamos ante
virtuales linchamientos. Conviviríamos con una justicia que saca sus ojos de las
leyes y procedimientos y los pone en el humor del pueblo. Y esto vale para los
fallos que nos gustan y para los que no nos gustan.
Mano dura presidencial
Se respira en la sociedad la existencia de una exceso de
tolerancia para con el delito. La reforma Blumberg intentaba cubrir esa demanda.
Fue propuesta y aprobada en un momento en que la sociedad estaba especialmente
sensibilizada por el brutal crimen de un joven y se movilizó masivamente en
búsqueda de un mayor rigor punitivo.
Sin embargo, el gobierno vive una contradicción. El
“progresismo” del que se nutre no es partidario de un endurecimiento de las
penas para con los delincuentes. Al contrario, el “garantismo”, cuya figura
señera es el ministro de la CSJN Eugenio Zaffaroni), tiene una visión claramente
contrastante con la “mano dura” que ahora, sorpresivamente, está pidiendo la
presidenta.
Al parecer, Cristina Kirchner percibió que el único modo
en que puede lograr cierto consenso para reformar la justicia es transformándose
en abanderada del reclamo popular por mayor rigor punitivo (tema que la gente
vincula con el de la inseguridad). Ya el domingo en el acto de Plaza de Mayo, la
presidenta atacó a la justicia con argumentos que suenan bien a los oídos
populares. Habló de “jueces sin responsabilidad que dejan en libertad a
personas que vuelven a delinquir, a matar, a violar”. No es éste el concepto
de Justicia que se corresponde con la ideología progresista del gobierno, sino
más bien al contrario. Fue por eso que el Centro de Estudios Legales y Sociales
(CELS), que preside el amigo del gobierno Horacio Verbitsky, criticó con dureza
estos conceptos presidenciales. Lo acusó de legitimar “la demagogia punitiva y
el peligrosismo penal”. El CELS dijo que "estas afirmaciones distraen del debate sobre el funcionamiento de la
justicia penal y sobre las políticas democráticas de prevención y reducción de la
violencia y el delito que deben encararse”. En la semana anterior, fue el
propio Zaffaroni quien en una conferencia había reiterado su conocido punto de
vista respecto de que la reincidencia no debe ser un motivo para agravar las
penas.
Pero si Cristina toma distancia de su principal
referente jurídico y también de uno de sus asesores más importantes, es por
imposición de una necesidad política perentoria: meter mano en la justicia. Con
cualquier pretexto. De ahí que su saludo y solidaridad para con Susana Trimarco
tiene una lectura política inevitable: identificarse con la sensación de
injusticia que deja ese caso para usar ese sentimiento popular genuino contra la
Corte Suprema y otros jueces díscolos.
Las quejas sociales contra la Justicia son tomadas en
forma fragmentaria y con beneficio de inventario por la presidenta. Ella no
ignora, por ejemplo, que parte de la indignación popular proviene de la
existencia de jueces como Norberto Oyarbide, siempre favorecido por los sorteos
de las causas cuya resolución favorable es importante para el gobierno. Tampoco
ha de escapar a la perspicacia presidencial que salvo el insustancial y estúpido
caso de Felisa Miceli que olvidó una bolsa con dinero en el baño de su oficina,
ningún caso de corrupción ha sido considerado con seriedad. Ni siquiera los más
manifiestos y obvios. Nada de eso parece importar en este momento, ni formar
parte del bajo concepto que la opinión pública se ha ido formando de nuestros
jueces. Ahora, la presidenta aparece sumamente preocupada por un aspecto: la
liviandad con que los jueces liberan a los criminales y los fallos benignos que
dictan.
¿Democratizar “a la Oyarbide”?
No se entiende bien qué significa, en el concepto
presidencial, su propuesta de “democratizar la justicia”. Pero podemos hacer
algunas especulaciones al respecto. Ya ha dicho la presidenta que quiere una
justicia que funcione en sintonía con el pueblo. Para ello, nada mejor que hacer
que los jueces sean nombrados por el voto popular, como es en Bolivia en este
momento y como ocurre también, con algunos cargos judiciales, en algunos estados
de los EEUU.
El voto popular para los cargos de la justicia, en
nuestro país aseguraría que los jueces pertenezcan al partido de gobierno y
fallen en consonancia con el poder ejecutivo. Y ese es el sueño de Cristina. Una
justicia que haga lo que hace el parlamento: ratificar los actos de la
presidenta. Eso equivaldría a transformar nuestro sistema hiperpresidencialista
en una virtual dictadura en la que el ejecutivo concentra los tres poderes pues
el parlamento es apenas una marioneta levantamanos.
De ser ésta la incierta región hacia la que se dirige el
gobierno, la degradación de la Justicia sería vertiginosa. La formación técnica
de los jueces pasaría a ser irrelevante pues la lealtad política estaría en un
primerísimo y excluyente lugar. Pero, además, se correrá el riesgo de que la
justicia se ejerza con las encuestas, haciendo campaña electoral. Hay una
interesante novela de de Tom Wolfe, La hoguera de las vanidades, que
muestra una circunstancia similar y pone en evidencia, mediante el disparate,
cómo funcionan un sistema que se sostiene en cargos judiciales
electivos.
Si de democratizar se tratase, el sistema que existe en
Córdoba de juicios penales con jurados populares (escabinos) no es una opción
para desdeñar, en el caso de que lo que efectivamente se pretenda es vincular
los fallos, de alguna manera, con el “timing” del pueblo aunque con
participación decisiva de los jueces técnicos.
Pero todo indica que se apunta hacia otro lado. Que la
indignación con una justicia que resulta blanda con los criminales en realidad
encubre una intención cierta de presionar a la Corte Suprema para que sea más
permeable a los intereses del gobierno actual. Y, concretamente, respecto del
Caso Clarín – Ley de Medios. Lo demás, nos parece, es pura demagogia “pour la
galerie”. Como están las cosas, democratizar la justicia no parece otra cosa que
“oyarbidizarla”, es decir, llenarla de jueces afines al pensamiento del poder
ejecutivo.
Y eso es, ni más ni menos, el final de la república.
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