martes, 9 de abril de 2013

Las tempestades que afronta el gobierno. Por Jorge Raventos


 Después de la catástrofe de La Plata la señora de Kirchner actuó distinto que ante la de la Estación Once. La Presidente ya se va acostumbrando a girar en vuelo, un signo claro de que ha perdido la iniciativa política.  Tuvo que hacerlo inmediatamente después de la consagración del cardenal Jorge Bergoglio como Sumo Pontífice. Lo que para algunos de sus teorizadores implica “apropiarse de Francisco”, parece más bien el estrechamiento de los márgenes de decisión con que la Presidente contaba hasta ahora.
Hay una nueva atmósfera en la política nacional desde la entronización del Papa Francisco: éste funciona (para el conjunto de los actores políticos locales) como una autoridad externa, de alcance global, que supervisa espiritualmente la marcha de la Argentina. La señora de Kirchner es conciente de que  no podría denunciar esa amable vigilancia papal como pudo hacerlo con los controles del Fondo Monetario Internacional, ni se pueden cortar los lazos con El Vaticano con el alicate que Héctor Timerman empleó  en un avión del gobierno de Estados Unidos.


Catorce meses atrás, la catástrofe de la Estación Once (más de 700 víctimas, 51 de ellas fatales) exponía  brutalmente  un costado de la crisis que atraviesa el Estado argentino. Al mismo tiempo que el ideologismo lo invoca como panacea, se vuelve patética su impotencia, en la que se combinan una gestión errática y facciosa, el tumor de la corrupción y la losa burocrática que asfixia cualquier amenaza de creatividad: las naves nacionales se hunden mientras están amarradas, la inseguridad cunde en las grandes ciudades como en las más pequeñas, las escuelas no cumplen los días y horas de clase fijados como objetivo mínimo (que son menos que los de todos los países vecinos), el Instituto de Estadísticas falsifica las cifras que informa,  las fuerzas armadas están minimizadas, sin nafta para hacer maniobras o cumplir horas de vuelo; con los gendarmes lejos de sus destinos naturales, las fronteras se convierten en un laissez passer; una cuota incalculable de los recursos que acumula la caja central se derivan a subsidios que, fundamentados en “el bien público”, terminan  convertidos en bienes particulares: el escándalo de los “Sueños Compartidos”, donde se mezclaron los apellidos Shoklender y Bonafini, fue un botón de muestra, los trenes urbanos, otro: el de la línea Sarmiento que se estrelló contra los paragolpes de la estación Once fue su expresión más dramática. Mientras se dedican a otras actividades igualmente lucrativas, como los casinos, los beneficiarios oficiales de los subsidios al ferrocarril no invirtieron en mejorar el servicio y las autoridades que los otorgaban y debían controlarlos, estaban mirando para otro lado.

El estatismo de un estado impotente

Las inundaciones que la última semana arrasaron miles de viviendas y se llevaron decenas de vidas responden a la misma matriz.
“Cambió el clima, querido”, argumentó Alicia Kirchner ante un afectado por la inundación que increpaba en ella la tardía e insuficiente reacción estatal.   
Sin embargo, es obvio que la culpa no la tiene la lluvia. Las tormentas no son imprevisibles como los sismos; serán ineludibles como hecho natural, pero sus peores consecuencias no son inevitables. Se pueden prevenir. Se puede actuar para suavizar sus efectos. Se pueden poner en marcha operativos rápidos para  socorrer a las eventuales víctimas. Se puede invertir en obras que se anticipen  a neutralizar sus peores secuelas.
El papel del Estado reside, precisamente, en  prever, prevenir, contener, socorrer, prestar los servicios que la sociedad le ha delegado. Si no los cumple, ¿cuál es su sentido?¿Sólo fijar algunas normas (que en muchos casos no podrá o no querrá hacer cumplir), recaudar y partir y repartir discrecionalmente los recursos que produce el conjunto de la sociedad?¿Ofrecer coartadas meteorológicas?
Para cumplir su papel, el Estado (es decir, sus concesionarios) debe establecer adecuadamente sus criterios. Debe optar entre, digamos, destinar fondos a la construcción de un “estadio único” o derivarlos a la obra de un  canal aliviador  largamente postergado; debe decidir entre subsidiar la televisación del fútbol o, por caso, mejorar el servicio meteorológico nacional y sus sistemas de comunicación: al parecer una falla del radar de Ezeiza impidió al Servicio Meteorológico vaticinar la intensidad de la tormenta y alertar sobre ella. No faltan, en cambio, advertencias técnicas que el Estado no atiende: por caso, la de quienes señalan que Argentina no tiene satélites de respuesta rápida ante imprevistos  y sigue postergando la puesta en órbita de satélites de observación con microondas que desarrolló la Comisión Nacional de Actividades Aeroespaciales.  Para no hablar de los expertos en hidrología que hasta presentaron un plan específico en 2004 para atender el evidente riesgo de anegamiento de La Plata, que ya había ocurrido en 2002 y se repetiría catastróficamente ¡cuatro veces más!, hasta el de la última semana. Como queda claro, lo que ocurrió ni fue tan excepcional ni era imprevisible.
Esta situación, como la de Once y como cada uno de los numerosos ejemplos que pueden ofrecerse de la decadencia estatal (paralela a la vocinglería estatista), restablece en el orden del día  la prioridad de reconstruir el Estado; de recrearlo, si se quiere, adecuándolo a la época, impregnándolo  de sentido, de valores, de eficiencia y de honestidad.  Y borrando de su comportamiento todo rastro de corrupción y espíritu faccioso.

Pérdida de rumbo

La sociedad está dando señales: en noviembre se había movilizado reactivamente, indicando con claridad lo que no quiere. Ahora, desafiada por la desgracia, lo hizo por la positiva, en un despliegue de solidaridad y de organización de abajo hacia arriba que anuló espontáneamente (o aisló y dejó en offside) la recurrencia confrontativa.  
La Presidente modificó su comportamiento político. Ante tragedias anteriores –desde Cromagnon a Once- la reacción de libro del vértice kirchnerista era tomar distancia de la situación, no acercarse a las víctimas. Pese a su  uso intensivo de la cadena nacional, la señora de Kirchner sólo dedicó  a la catástrofe de Once en un año (la última de ellas tan fría y distante que fue virtualmente repudiada por los familiares de las víctimas). Esta vez, en cambio, la Presidente se aproximó, tomó contacto físico con los damnificados, oyó sus reproches (finalmente, después de su visita a Tolosa, se hizo rodear por una custodia militante).  
Fue un cambio sobre la marcha. Cuando parecía que la tormenta sólo golpeaba a la ciudad de Buenos Aires, la primera reacción del gobierno (visible en la comunicación oficial y en sus voceros), fue la típica: balconear y regodearse con el “costo político” que sufriría Mauricio Macri (cuyo gobierno porteño, con él en Brasil, parecía haber perdido la voz y los reflejos). Después llegaron las noticias de La Plata y se descubrió que el cuadro allí era mucho más acuciante. La provincia de Buenos Aires es el distrito clave para los planes electorales del oficialismo.
La señora de Kirchner no sólo modificó su comportamiento en relación con las víctimas de catástrofes, sino que también decidió verse con el gobernador de la provincia de Buenos Aires, en lo que puede interpretarse como una tregua: fue a la gobernación acompañada por varios de los escuderos que a menudo hostigan a Scioli y éste recibió a las visitas acompañado por uno de sus hombres más golpeados por el mundo K, el ministro de Seguridad, Ricardo Casal.  Reinó el espíritu de colaboración.
La Presidente ya se va acostumbrando a girar en vuelo, un signo claro de que ha perdido la iniciativa política.  Tuvo que hacerlo, de modo más que ostensible, inmediatamente después de la consagración del cardenal Jorge Bergoglio como Sumo Pontífice. De la frialdad y la reticencia propias (y el resentimiento y la calumnia de varios de sus voceros más empinados) pasó a la proximidad y hasta la calidez hacia el Papa Francisco (acompañadas por el alineamiento  inducido o el discreto mutis de sus tropas).  
Lo que para algunos de sus teorizadores implica “apropiarse de Francisco”, parece más bien el estrechamiento de los márgenes de decisión con que la Presidente contaba hasta ahora. Hay una nueva atmósfera en la política nacional desde la entronización del Papa Francisco y éste –más allá de lo que desee o haga en la realidad- funciona (para el conjunto de los actores políticos locales) como una autoridad externa, de alcance global, que supervisa espiritualmente la marcha de la Argentina. Un argentino, por otra parte.
Para un gobierno que encaró voluntariamente una estrategia de aislamiento internacional para evitar las supervisiones, la situación actual implica un retroceso. La señora de Kirchner –pese a los deseos de sus amigos más tarmocéfalos- es conciente de que  no podría denunciar esa amable vigilancia papal como pudo hacerlo con los controles del Fondo Monetario Internacional, ni se pueden cortar los lazos con El Vaticano con el alicate que Héctor Timerman empleó  en un avión del gobierno de Estados Unidos.

Lo que vio Horacio González

El retroceso es, si bien se mira, más grave aún. El kirchnerismo basó su estrategia política en la lógica de la confrontación y la guerra contra adversarios a los que encarnaba en enemigos; en las nuevas condiciones creadas por el pontificado de Francisco,  la guerra y la confrontación son caracterizadas como negativas y deben dejar  espacio al diálogo y la reconciliación. El camino de aproximación al Papa que insinúa la Presidente (la “apropiación de Francisco”, en términos del filósofo José Pablo Feinmann) equivale a la quiebra de la estrategia K, a su abandono.  En fin,  a una derrota del relato oficial, como advirtió con precisión y tristeza Horacio González: “Da la impresión que el papismo es el único horizonte para pensar la Argentina".
En el marco de esa nueva situación habría que interpretar los cambios de la señora de Kichner y otros hechos significativos. Por caso: la decisiva victoria de Daniel Peralta sobre el kirchnerismo en su patria chica, Santa Cruz, un domingo atrás.

La derrota en Santa Cruz y el peronismo

Peralta, gobernador peronista hostigado por el poder central; que pretende infructuosamente “alinearlo, derrotó a la agrupación del hijo de la Presidente y se adjudicó el 80 por ciento de los delegados al congreso partidario tras adjudicarse el triunfo en 10 de las 14 comunas de la provincia, entre ellas la capital, Río Gallegos, y las localidades petroleras Caleta Olivia y Pico Truncado.
Después de la gobernación de Néstor Kirchner, que concluyó cuando éste asumió la presidencia, todos los mandatarios provinciales fueron colocados desde la Casa Rosada. Puestos y sacados. A Peralta los Kirchner lo pusieron, pero no han podido sacarlo, pese a las ofensivas destituyentes que el poder central, con el ariete de La Cámpora, reiteró en los últimos meses. El asedio a Peralta es comparable, por la intención, con las presiones que sufren o han sufrido otros gobernadores peronistas remisos a “disciplinarse”, como Daniel Scioli y José Manuel De la Sota. Entre los tres hay vasos comunicantes, aunque cada uno se mueva hasta ahora con ritmos diferentes.
De la Sota llamó a Peralta para felicitarlo y se verá con él en unos días. Hugo Moyano tiene programado un viaje a Santa Cruz para mediados de abril. El peronismo se mueve. El trío De la Sota- Moyano- Roberto Lavagna concretará esta próxima semana la reunión con sindicalistas, legisladores y referentes del peronismo bonaerense. Allí estarán Luis Barrionuevo y Graciela Camaño, el intendente Jesús Cariglino, algún intendente cercano a Sergio Massa, varios miembros del partido de Francisco De Narváez y también amigos políticos de Daniel Scioli.
La pérdida de rumbo del gobierno, su perplejidad estratégica,  son registrados por todos los actores. En primer lugar por los peronistas.

                                                                                                                                                    Jorge Raventos

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