Después
de la catástrofe de La Plata la señora de Kirchner actuó distinto que ante la de
la Estación Once. La Presidente ya se va acostumbrando a girar en vuelo, un
signo claro de que ha perdido la iniciativa política. Tuvo que hacerlo
inmediatamente después de la consagración del cardenal Jorge Bergoglio como Sumo
Pontífice. Lo que para algunos de sus teorizadores implica “apropiarse de
Francisco”, parece más bien el estrechamiento de los márgenes de decisión con
que la Presidente contaba hasta ahora.
Hay una nueva atmósfera en la política nacional desde la entronización del Papa Francisco: éste funciona (para el conjunto de los actores políticos locales) como una autoridad externa, de alcance global, que supervisa espiritualmente la marcha de la Argentina. La señora de Kirchner es conciente de que no podría denunciar esa amable vigilancia papal como pudo hacerlo con los controles del Fondo Monetario Internacional, ni se pueden cortar los lazos con El Vaticano con el alicate que Héctor Timerman empleó en un avión del gobierno de Estados Unidos.
Hay una nueva atmósfera en la política nacional desde la entronización del Papa Francisco: éste funciona (para el conjunto de los actores políticos locales) como una autoridad externa, de alcance global, que supervisa espiritualmente la marcha de la Argentina. La señora de Kirchner es conciente de que no podría denunciar esa amable vigilancia papal como pudo hacerlo con los controles del Fondo Monetario Internacional, ni se pueden cortar los lazos con El Vaticano con el alicate que Héctor Timerman empleó en un avión del gobierno de Estados Unidos.
Catorce
meses atrás, la catástrofe de la Estación Once (más de 700 víctimas, 51 de ellas
fatales) exponía brutalmente un costado de la crisis que atraviesa el Estado
argentino. Al mismo tiempo que el ideologismo lo invoca como panacea, se vuelve
patética su impotencia, en la que se combinan una gestión errática y facciosa,
el tumor de la corrupción y la losa burocrática que asfixia cualquier amenaza de
creatividad: las naves nacionales se hunden mientras están amarradas, la
inseguridad cunde en las grandes ciudades como en las más pequeñas, las escuelas
no cumplen los días y horas de clase fijados como objetivo mínimo (que son menos
que los de todos los países vecinos), el Instituto de Estadísticas falsifica las
cifras que informa, las fuerzas armadas están minimizadas, sin nafta para hacer
maniobras o cumplir horas de vuelo; con los gendarmes lejos de sus destinos
naturales, las fronteras se convierten en un laissez passer; una cuota
incalculable de los recursos que acumula la caja central se derivan a subsidios
que, fundamentados en “el bien público”, terminan convertidos en bienes
particulares: el escándalo de los “Sueños Compartidos”, donde se mezclaron los
apellidos Shoklender y Bonafini, fue un botón de muestra, los trenes urbanos,
otro: el de la línea Sarmiento que se estrelló contra los paragolpes de la
estación Once fue su expresión más dramática. Mientras se dedican a otras
actividades igualmente lucrativas, como los casinos, los beneficiarios oficiales
de los subsidios al ferrocarril no invirtieron en mejorar el servicio y las
autoridades que los otorgaban y debían controlarlos, estaban mirando para otro
lado.
El
estatismo de un estado impotente
Las
inundaciones que la última semana arrasaron miles de viviendas y se llevaron
decenas de vidas responden a la misma matriz.
“Cambió
el clima, querido”, argumentó Alicia Kirchner ante un afectado por la inundación
que increpaba en ella la tardía e insuficiente reacción estatal.
Sin
embargo, es obvio que la culpa no la tiene la lluvia. Las tormentas no son
imprevisibles como los sismos; serán ineludibles como hecho natural, pero sus
peores consecuencias no son inevitables. Se pueden prevenir. Se puede actuar
para suavizar sus efectos. Se pueden poner en marcha operativos rápidos para
socorrer a las eventuales víctimas. Se puede invertir en obras que se anticipen
a neutralizar sus peores secuelas.
El
papel del Estado reside, precisamente, en prever, prevenir, contener, socorrer,
prestar los servicios que la sociedad le ha delegado. Si no los cumple, ¿cuál es
su sentido?¿Sólo fijar algunas normas (que en muchos casos no podrá o no querrá
hacer cumplir), recaudar y partir y repartir discrecionalmente los recursos que
produce el conjunto de la sociedad?¿Ofrecer coartadas meteorológicas?
Para
cumplir su papel, el Estado (es decir, sus concesionarios) debe establecer
adecuadamente sus criterios. Debe optar entre, digamos, destinar fondos a la
construcción de un “estadio único” o derivarlos a la obra de un canal aliviador
largamente postergado; debe decidir entre subsidiar la televisación del fútbol
o, por caso, mejorar el servicio meteorológico nacional y sus sistemas de
comunicación: al parecer una falla del radar de Ezeiza impidió al Servicio
Meteorológico vaticinar la intensidad de la tormenta y alertar sobre ella. No
faltan, en cambio, advertencias técnicas que el Estado no atiende: por caso, la
de quienes señalan que Argentina no tiene satélites de respuesta rápida ante
imprevistos y sigue postergando la puesta en órbita de satélites de observación
con microondas que desarrolló la Comisión Nacional de Actividades
Aeroespaciales. Para no hablar de los expertos en hidrología que hasta
presentaron un plan específico en 2004 para atender el evidente riesgo de
anegamiento de La Plata, que ya había ocurrido en 2002 y se repetiría
catastróficamente ¡cuatro veces más!, hasta el de la última semana. Como queda
claro, lo que ocurrió ni fue tan excepcional ni era imprevisible.
Esta
situación, como la de Once y como cada uno de los numerosos ejemplos que pueden
ofrecerse de la decadencia estatal (paralela a la vocinglería estatista),
restablece en el orden del día la prioridad de reconstruir el Estado; de
recrearlo, si se quiere, adecuándolo a la época, impregnándolo de sentido, de
valores, de eficiencia y de honestidad. Y borrando de su comportamiento todo
rastro de corrupción y espíritu faccioso.
Pérdida
de rumbo
La
sociedad está dando señales: en noviembre se había movilizado reactivamente,
indicando con claridad lo que no quiere. Ahora, desafiada por la desgracia, lo
hizo por la positiva, en un despliegue de solidaridad y de organización de abajo
hacia arriba que anuló espontáneamente (o aisló y dejó en offside) la
recurrencia confrontativa.
La
Presidente modificó su comportamiento político. Ante tragedias anteriores –desde
Cromagnon a Once- la reacción de libro del vértice kirchnerista era tomar
distancia de la situación, no acercarse a las víctimas. Pese a su uso intensivo
de la cadena nacional, la señora de Kirchner sólo dedicó a la catástrofe de
Once en un año (la última de ellas tan fría y distante que fue virtualmente
repudiada por los familiares de las víctimas). Esta vez, en cambio, la
Presidente se aproximó, tomó contacto físico con los damnificados, oyó sus
reproches (finalmente, después de su visita a Tolosa, se hizo rodear por una
custodia militante).
Fue
un cambio sobre la marcha. Cuando parecía que la tormenta sólo golpeaba a la
ciudad de Buenos Aires, la primera reacción del gobierno (visible en la
comunicación oficial y en sus voceros), fue la típica: balconear y regodearse
con el “costo político” que sufriría Mauricio Macri (cuyo gobierno porteño, con
él en Brasil, parecía haber perdido la voz y los reflejos). Después llegaron las
noticias de La Plata y se descubrió que el cuadro allí era mucho más acuciante.
La provincia de Buenos Aires es el distrito clave para los planes electorales
del oficialismo.
La
señora de Kirchner no sólo modificó su comportamiento en relación con las
víctimas de catástrofes, sino que también decidió verse con el gobernador de la
provincia de Buenos Aires, en lo que puede interpretarse como una tregua: fue a
la gobernación acompañada por varios de los escuderos que a menudo hostigan a
Scioli y éste recibió a las visitas acompañado por uno de sus hombres más
golpeados por el mundo K, el ministro de Seguridad, Ricardo Casal. Reinó el
espíritu de colaboración.
La
Presidente ya se va acostumbrando a girar en vuelo, un signo claro de que ha
perdido la iniciativa política. Tuvo que hacerlo, de modo más que ostensible,
inmediatamente después de la consagración del cardenal Jorge Bergoglio como Sumo
Pontífice. De la frialdad y la reticencia propias (y el resentimiento y la
calumnia de varios de sus voceros más empinados) pasó a la proximidad y hasta la
calidez hacia el Papa Francisco (acompañadas por el alineamiento inducido o el
discreto mutis de sus tropas).
Lo
que para algunos de sus teorizadores implica “apropiarse de Francisco”, parece
más bien el estrechamiento de los márgenes de decisión con que la Presidente
contaba hasta ahora. Hay una nueva atmósfera en la política nacional desde la
entronización del Papa Francisco y éste –más allá de lo que desee o haga en la
realidad- funciona (para el conjunto de los actores políticos locales) como una
autoridad externa, de alcance global, que supervisa espiritualmente la marcha de
la Argentina. Un argentino, por otra parte.
Para
un gobierno que encaró voluntariamente una estrategia de aislamiento
internacional para evitar las supervisiones, la situación actual implica un
retroceso. La señora de Kirchner –pese a los deseos de sus amigos más
tarmocéfalos- es conciente de que no podría denunciar esa amable vigilancia
papal como pudo hacerlo con los controles del Fondo Monetario Internacional, ni
se pueden cortar los lazos con El Vaticano con el alicate que Héctor Timerman
empleó en un avión del gobierno de Estados Unidos.
Lo
que vio Horacio González
El
retroceso es, si bien se mira, más grave aún. El kirchnerismo basó su estrategia
política en la lógica de la confrontación y la guerra contra adversarios a los
que encarnaba en enemigos; en las nuevas condiciones creadas por el pontificado
de Francisco, la guerra y la confrontación son caracterizadas como negativas y
deben dejar espacio al diálogo y la reconciliación. El camino de aproximación
al Papa que insinúa la Presidente (la “apropiación de Francisco”, en términos
del filósofo José Pablo Feinmann) equivale a la quiebra de la estrategia K, a su
abandono. En fin, a una derrota del relato oficial, como advirtió con
precisión y tristeza Horacio González: “Da la impresión que el papismo es el
único horizonte para pensar la Argentina".
En el
marco de esa nueva situación habría que interpretar los cambios de la señora de
Kichner y otros hechos significativos. Por caso: la decisiva victoria de Daniel
Peralta sobre el kirchnerismo en su patria chica, Santa Cruz, un domingo atrás.
La
derrota en Santa Cruz y el peronismo
Peralta,
gobernador peronista hostigado por el poder central; que pretende
infructuosamente “alinearlo, derrotó a la agrupación del hijo de la Presidente y
se adjudicó el 80 por ciento de los delegados al congreso partidario tras
adjudicarse el triunfo en 10 de las 14 comunas de la provincia, entre ellas la
capital, Río Gallegos, y las localidades petroleras Caleta Olivia y Pico
Truncado.
Después
de la gobernación de Néstor Kirchner, que concluyó cuando éste asumió la
presidencia, todos los mandatarios provinciales fueron colocados desde la Casa
Rosada. Puestos y sacados. A Peralta los Kirchner lo pusieron, pero no han
podido sacarlo, pese a las ofensivas destituyentes que el poder central, con el
ariete de La Cámpora, reiteró en los últimos meses. El asedio a Peralta es
comparable, por la intención, con las presiones que sufren o han sufrido otros
gobernadores peronistas remisos a “disciplinarse”, como Daniel Scioli y José
Manuel De la Sota. Entre los tres hay vasos comunicantes, aunque cada uno se
mueva hasta ahora con ritmos diferentes.
De la
Sota llamó a Peralta para felicitarlo y se verá con él en unos días. Hugo Moyano
tiene programado un viaje a Santa Cruz para mediados de abril. El peronismo se
mueve. El trío De la Sota- Moyano- Roberto Lavagna concretará esta próxima
semana la reunión con sindicalistas, legisladores y referentes del peronismo
bonaerense. Allí estarán Luis Barrionuevo y Graciela Camaño, el intendente Jesús
Cariglino, algún intendente cercano a Sergio Massa, varios miembros del partido
de Francisco De Narváez y también amigos políticos de Daniel Scioli.
La
pérdida de rumbo del gobierno, su perplejidad estratégica, son registrados por
todos los actores. En primer lugar por los peronistas.
Jorge
Raventos
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