sábado, 16 de mayo de 2009

La ilusión de cambiar algo para que no cambie nada. Por Jorge Raventos


Aunque las campañas políticas que apuntan al comicio del 28 de junio ya han sido lanzadas, los estudios de opinión pública no registran aún variaciones significativas. En primer lugar, no se observan todavía cambios en los porcentajes que indican el número de indecisos. En la provincia de Buenos Aires, entre un 12 y un 18 por ciento de quienes responden a los encuestadores se inscriben en ese ancho segmento de indefinidos (o reticentes) que, en rigor, terminarán decidiendo el resultado electoral.

Por ahora los augures prevén un “empate técnico” entre el oficialismo y las fuerzas del peronismo disidente y el Pro que se encolumnan tras la candidatura de Francisco De Narváez. Para la mayoría de los analistas la distancia entre ambas boletas es muy corta y se encuentra actualmente dentro de los márgenes normales de error muestral, más allá de que sea una u otra la que aparezca en primer lugar. Detrás de ellos, pero más lejos de la lucha por la punta, aparece la coalición de radicales, socialistas y seguidores de Elisa Carrió.
Los voceros del oficialismo no admiten en público que el cuadro sea ése: aseguran –Néstor Kirchner en primer término- que van primeros y cuentan con una ventaja indisputable.
Sus actos, sin embargo, desmienten ese optimismo. Aconsejado por asesores de imagen, Kirchner está haciendo un esfuerzo por pulir sus asperezas y limar sus filos más agresivos y contener inclusive su conducta corporal, que suele expresar descarnadamente las tormentas de su cerebro. Ese esfuerzo por construir una nueva imagen no lo emprende alguien que se siente punteando tranquilo, sino alguien a quien se le ha explicado que aquellos comportamientos y oratoria son -para decirlo con una palabra que acuñó Juan Perón- “piantavotos”, y que ni siquiera es posible neutralizarlos con el inestimable acompañamiento del gobernador Daniel Scioli (cuyo estilo rebosante de sensatez y buena onda no deja de darle magníficos réditos personales en el juicio de la opinión pública). Aconsejado por aquellos asesores y exhortado por algunos de los hombres sensatos que lo escoltan en el ticket oficialista, Kirchner actúa últimamente como buen alumno: besa párvulos, mantiene un tono medido, procura evitar las frases que asustan a la sociedad. Queda por ver si el actor consigue sostener y hacer creíble al nuevo personaje y, por encima de eso, si una aceptable representación es suficiente para recuperar lo que el gobierno viene perdiendo en los últimos años (en particular, desde que quedaron a la vista las tercas mentiras del INDEC y desde que los Kirchner se enredaron en su obstinada, anacrónica lucha contra la cadena agroindustrial).
El maquillaje actoral no alcanza a disimular, por otra parte, que el guión que despliega Kirchner es el mismo de antes, así lo recite en voz más baja. Allí sigue latiendo la confrontación aguda con los adversarios políticos, con el campo; permanece la inquietud ante la libertad de los medios, la intención de que el gobierna extienda su mano sobre ellos como ya lo está haciendo con otros sectores de la empresa privada.
Para peor, como eco del discurso ocurren hechos que lo tornan más inquietante: agresiones contra locales que venden avisos del diario Clarín, presiones sobre periodistas que cubren la actividad oficialista, declaraciones del ministro de Justicia que proponen condicionar o regular a los bromistas del programa de Marcelo Tinelli (para citar algunos casos). Evidentemente, el hecho de que el gobierno, para mejorar su llegada a los sectores sociales más renuentes, retoque un poco sus modos y el volumen de su discurso, no supone que esté desarrollando un cambio de actitud ni que renuncie en serio a las presiones o al uso de instrumentos de fuerza o de recursos estatales a los que apeló a lo largo de seis años.
Los nervios contenidos de la residencia de Olivos (que hasta noquearon con un golpe de stress parasimpático al ministro de Interior, Florencio Randazzo) no se deben exclusivamente al ominoso empate técnico con De Narváez que le revelan día tras día las encuestas, sino a la circunstancia política de que los poderes peronistas ya toman notoriamente distancia del matrimonio presidencial. El acto de lanzamiento de la candidatura de Kirchner en el Teatro Argentino fue revelador: el único gobernador que acompañó la ceremonia fue el entrerriano Sergio Uribarri. Parafraseando a Macedoni Fernández: faltaron tantos gobernadores y jefes de distrito justicialistas que si faltaba uno más, no cabía.
En otros tiempos pocos se hubieran atrevido al ausentismo. Y, si alguno lo hubiese intentado, inmediatamente el sistema K habría hecho “tronar el escarmiento” de inmediato. Kirchner ya no genera aquel temor y sus instrumentos de retaliación están mellados y tiene plazo fijo. El peronismo territorial -sin excepciones- se prepara para el día después.
Hasta la ministra de Salud, Graciela Ocaña se hizo la rabona el día del lanzamiento. La “hormiguita viajera” (así la llamaba en otros tiempos Elisa Carrió) parece estar preparando las valijas: considera amenazada su silla por la CGT de Hugo Moyano y presume, con femenina intuición, que el camionero tiene más armas que ella para seducir a los Kirchner.
Los gobernadores y los líderes territoriales del peronismo comparten una o dos ideas básicas: la conducción hegemónica de Kirchner se encuentra en su epílogo y el enfrentamiento que el patagónico mantiene con la opinión pública en las ciudades y en el campo corre el riesgo “de llevarse puesto al justicialismo”, para expresarlo con el sentido de la síntesis de uno de esos dirigentes. Es preciso que el conjunto del peronismo representativo (más allá de banderías y facciones) tome el control partidario y hay que trabajar con ese impulso para devolverle legitimidad a la conducción del partido y a las futuras candidaturas (convocando a elecciones internas en un plazo aceptable para todos); hay que tratar con urgencia el tema de la coparticipación federal de modo de garantizar automáticamente a los distritos la cuota que les corresponde de los tributos, para independizarlos así de los manejos del poder central.
Así, la batalla del 28 de junio es para Kirchner una pelea en dos frentes: por supuesto que compite con las otras boletas (y en primer lugar con la de De Narváez, Felipe Solá y el Pro) por el resultado electoral en la provincia de Buenos Aires (asumiendo desde ya que nacionalmente perderá un 15 por ciento de los votos que el oficialismo captó hace 17 meses y que en el Congreso perderá una veintena de bancas). Pero también elucubra las tácticas que lo defiendan de su mayor preocupación: la factura que el peronismo le presentará el día después.

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