lunes, 25 de febrero de 2013

Tiempos de intolerancia. Por Gonzalo Neidal


Como nunca antes, al menos en los registros de la memoria de este cronista, las relaciones personales han estado tan atravesadas por los avatares de la política local.

Cada uno de nosotros, seguro, tiene alguna anécdota al respecto. Entre nuestros amigos y conocidos sabremos de alguien que quebró un romance, o fue abandonado por su novia, o se peleó con algún pariente o se distanció impensadamente de un amigo de toda la vida.
Hay quienes han impuesto reglas para las reuniones, cócteles y encuentros gastronómicos: no hablar de política. No rozar siquiera la situación del país, el gobierno, los medios de comunicación ni cualquier otro tema que pueda rozar, apenas, la política del país o, incluso, la marcha de la economía. Es que en el momento en que comienzan a rodar las opiniones, llegan las voces elevadas, luego los gritos e incluso conatos de agresión física.
Quien esto escribe no recuerda algo similar en los últimos 40 años. Por referencias, sabe que una situación similar de intolerancia, en diversos órdenes, se vivió durante los primeros gobiernos de Perón.
Hace pocos días me impactó el trato gélido y distante recibido por parte de un amigo de toda la vida, ante mi saludo cordial y amable, tal como corresponde entre gente que se dispensa un antiguo afecto. Recapitulando, con el paso de las horas, fui armando el rompecabezas que intentaba explicar tanta frialdad. Aparentemente, he perpetrado el agravio de expresar ideas políticas distintas a las que mi amigo actualmente profesa. En otras palabras, él defiende el gobierno de Cristina Kirchner y yo soy muy crítico de él.
Con los años, es cierto, ambos hemos pensado distinto en muchos temas. Pero nunca había ocurrido que no pudiéramos siquiera conversar sobre nuestros diversos puntos de vista, como está sucediendo ahora.
Otro de los puntos de divergencia, aunque no de distanciamiento, fue la diferencia de pensamientos respecto de las ideas socialistas, ideales que tanto mi amigo como yo abrazamos en épocas pasadas, juveniles. Ocurre que, con la caída del Muro de Berlín y el hundimiento en todo el mundo del socialismo, yo tomé distancia de ese ideario y, con mucha lectura y reflexión, me fui desplazando hacia la preferencia por los valores de la libertad y las instituciones republicanas a la vez que reforzaba mis críticas a la pretensión socialista de un estado omnipotente e ineficiente, desentendido de las libertades individuales y los derechos humanos.
En otras palabras: tomé como lecciones políticas invalorables tanto la implosión de la Unión Soviética como las profundas reformas implementadas por Deng Xiao Ping en China, mientras que mi amigo decidió pasarlas por alto, como hechos sin mayor importancia. Ahora bien, el populismo que hoy gobierna la Argentina, no es más que una versión un poco más tímida del socialismo, cuyo fracaso no necesita ya ser demostrado con largas argumentaciones sino con las simple constatación de los hechos de la historia reciente.
Pero una diferencia en las ideas, en la evaluación de los procesos históricos que vivimos, no debería impedir un intercambio civilizado, sin resignar la energía ni los énfasis, de nuestros respectivos pensamientos. ¿Por qué, entonces, tanta imposibilidad de discutir?
La explicación que se me ocurre es que la propia dinámica de las ideas populistas (como también de las socialistas) excluye la aceptación de un pensamiento que no sea el propio. En su modo de ver la realidad, el populismo considera como merecedor de los más abominables calificativos a todo aquel que ose insinuar una visión distinta de la realidad. Quienes piensan diferente son, directamente, enemigos de la patria o bien explotadores de la clase trabajadora o bien, puros lacayos del sistema de los poderosos.
Aún aceptando que cualquier intercambio de ideas pueda ser complicado, quienes abrazamos los ideales de la libertad, estamos muy lejos de pensar que la verdad habita con exclusividad nuestras cabezas. Nos resulta impensable que pueda existir algún tipo de restricción, por ejemplo, a la libertad de prensa y de expresión, conquista esencial de la democracia y del sistema republicano.
El populismo, por el contrario y al igual que el socialismo, no tiene ningún problema en justificar la abolición de cualquier libertad pues considera que este hecho constituye apenas un pequeño sacrificio en pos de objetivos mayores, de los que está muy seguro y sobre los que no admite ninguna discusión.
Quizá sea por eso que, aunque cualquier debate suponga roces y asperezas ominosas, de la configuración mental de un populista está excluida la posibilidad de un intercambio ya que ¿para qué hacerlo si toda la razón está de su lado y, además, él sabe exactamente hacia dónde va la historia?
Lo más curioso de todo es que, aunque la filosofía marxista siempre se haya sentido heredera de la idea fundacional de Heráclito, en el sentido de que “lo único permanente es el cambio”, “todo fluye” y “no nos bañamos dos veces en el mismo río”, tras todos los cambios habidos en el último medio siglo, los socialistas y populistas permanezcan aferrados a ideas que ya se han caído a pedazos.
Pero seamos optimistas: vendrán tiempos en que será la libertad, con todo lo que implica, quien reine por encima de cualquier pobre y ridícula pretensión redentora.


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