lunes, 4 de enero de 2010

2010: un buen año para cazar ratones. Por Jorge Raventos


Al iniciarse el 2010 –año VII de la era K- todo indica que el gobierna argentino, como si lo impulsaran a ello el acortamiento de sus plazos y su creciente aislamiento social, se orienta a subrayar sus coincidencias con uno de los dos estilos de organización política y económica que conviven conflictivamente en América Latina.
Hasta hace algunos meses, y más allá de sus afinidades tanto ideológicas como crematísticas con el régimen venezolano de Hugo Chávez, el gobierno de la familia Kirchner se ubicaba en un posicionamiento ambiguo que reflejaba, sobre todo, su desinterés por la inserción global de la Argentina y su tendencia a traducir todas las circunstancias, alternativas y desafíos de orden internacional en términos de política o conveniencia doméstica. Argentina aparecía así confusamente ubicada en una tierra de nadie entre el grupo de países –Brasil, Chile, Perú, Colombia, Uruguay- que se integran aceleradamente en el mundo globalizado, se abren al comercio y a la inversión extranjera y defienden sus intereses nacionales en el marco del orden general de las democracias de mercado, y el que, liderado por Venezuela (con Bolivia, Ecuador y Nicaragua como principales laderos) profundiza su desconexión y rechazo al sistema mundial y donde, para describirlo con palabras de Teodoro Petkoff, fundador del MAS (Movimiento al Socialismo) de Venezuela, “la fisiología formal de la democracia está minada por una práctica cada vez más dura y autocrática del poder (instituciones del Estado bajo control absoluto del presidente, tendencia a la obliteración de los espacios democráticos, presiones constantes sobre los medios de comunicación, tendencia a la «judicialización» de la política, personalismo, autoritarismo y control férreo de los poderes públicos)…”
La ambigüedad relativa del sistema kirchnerista duró mientras la bonanza económica del mundo puso viento en las velas de la economía argentina, aseguró una caja estatal robusta, permitió mantener los famosos (y ya extraviados) superávit gemelos sin sacrificar el incremento del gasto público y, en lo político, mientras la opinión pública acompañaba ese proceso. Esa tendencia empezó a cambiar hacia el año 2006 y aceleró su viraje a partir del 2008, cuando el gobierno buscó deliberadamente el choque con el campo y se infligió una derrota política decisiva. Antes aún, la elección de 2007 en la que Néstor Kirchner creó la novedosa reelección por cónyuge interpuesta, reveló que la opinión pública de las grandes ciudades ya había abandonado al matrimonio: la señora de Kirchner llegó a la presidencia pero perdió por paliza en todas las ciudades grandes y medianas del país. Así la segunda etapa de la era K, presidida por la efigie de Cristina Kirchner, se fue transformando en un período de políticas revanchistas: frente al mundo rural, frente a las clases medias (a las que ahora se amenaza con inspeccionarles los gastos con tarjeta superiores ¡a 3.000 pesos!), frente a ciertas empresas y, notoriamente, ante los medios de comunicación. Cada paso en esta dirección ha venido agravando la decadencia política oficialista: hoy ninguno de los dos miembros principales del matrimonio Kirchner supera el 20 por ciento de imagen positiva, sin olvidar que el gobierno perdió la última elección parlamentaria que presentó como un plebiscito sobre su “modelo”. El aislamiento internacional, la inseguridad jurídica, las dificultades financieras se realimentaron recíprocamente, e impulsaron al gobierno a comportamientos confiscatorios (las cuentas particulares jubilatorias de capitalización fueron sólo una de las víctima; ahora la caja central se financia con esos fondos extrayéndolos con mayor comodidad y asiduidad de la bolsa de ANSES) y a maniobras como la del reciente decreto que toma reservas del Banco Central para financiar gasto corriente con la excusa de pagar a los acreedores del Estado.
El gobierno kirchnerista ha mantenido rasgos de gran similitud con el régimen de Hugo Chávez. Uno de ellos es la extrema centralización en el manejo de la caja (que en Argentina equivale ya a un auténtico unitarismo fiscal) y la modalidad capciosa de calcular el presupuesto, de modo de mantener fuera del control parlamentario una parte sustancial. Un analista venezolano señala así el método de Chávez: “la Asamblea Nacional, dominada por el chavismo, aprobó el presupuesto estimando en 40 dólares el precio del barril de petróleo, cuando el promedio en el 2009 osciló en 70 dólares . Es decir, por cada uno de los 3,2 millones de barriles diarios que se extraen de los yacimientos venezolanos, el Jefe de Estado tendría un remanente de 30 dólares para gastar a su antojo”. Algo análogo ha venido haciendo el gobierno de los Kirchner articulando un cálculo infravalorado de los ingresos para manejar a gusto, con ayuda de los superpoderes, el ingreso real”. Agréguese a ello que muchos de esos ingresos son excluidos del régimen de coparticipación, de modo de que las provincias dependan financieramente de la dádiva del gobierno central. “Esto es un golpe severo al proceso de descentralización y transferencia de competencias y de recursos porque lo que estamos viviendo es una era de la concentración del poder en la cúspide del Ejecutivo Nacional”. El juicio cabe con exactitud a la situación argentina, aunque se trata de palabras del alcalde metropolitano de Caracas, Antonio Ledezma, para describir el cuadro venezolano.
Al analizar las dificultades del Banco Central Argentino para digerir el manotazo del Poder Ejecutivo a las reservas, el agudo Carlos Pagni cita en La Nación al jefe de los senadores oficialistas: “Se acabaron los tiempos en que el Central debía actuar con autonomía". Agrega Pagni: “A Pichetto le gustaría un banco como el de Venezuela, donde su presidente, Nelson Merentes, despidió 2009 ufanándose de que acompaña al gobierno ‘en su esfuerzo por avanzar en el nuevo modelo económico y social’”.
La opción de los Kirchner por el modelo chavista no debe ser imputada a sus veleidades izquierdistas. En rigor, la mayoría de los países latinoamericanos que encarnan hoy el modelo que el venezolano (y antichavista) Petkoff denomina “izquierda de reformismo avanzado” (Brasil, Uruguay, Chile, El Salvador y también Perú) han optado por la vía contrapuesta de la integración al mundo y el respeto a la organización democrática, a la convivencia interna y al diálogo civilizado entre los partidos políticos. Como Petkoff, otro intelectual de la izquierda continental, el ex canciller de México Jorge Castañeda observa que en América Latina hay dos formatos que reivindican ser de izquierda: uno, al que Castañeda adjudica las condiciones de pragmatismo, sensatez, realismo y adaptación moderna la realidad“ y otro “demoagógico, populista, arcaico y sin fundamentos ideológicos”. Es obvio a quiénes ubica en uno y otro espacio.
Obviamente, el mundo y el continente no se componen sólo de corrientes de izquierda: el presidente colombiano Alvaro Uribe y el candidato con mayores chances a la presidencia de Chile, Sebastián Piñera, son líderes de centroderecha que comparten con aquella izquierda “moderna, sensata y realista” la idea de que el mejor camino al progreso, a la promoción social y al bienestar de sus pueblos reside en la integración a las tendencias centrales de la época, la vinculación a la economía de mercado y al proceso mundial de integración que está en marcha, opciones que han permitido a enormes naciones –China, India, el propio Brasil- combatir la pobreza y asumir crecientes responsabilidades en el mundo.
La cuestión no tiene que ver con la ideología, sino con las alternativas prácticas. Como decía Deng Xiao Ping, el líder comunista de las reformas de mercado en China, “no importa el color del gato, sino que cace ratones”.
El Segundo Centenario de la Argentina es buena ocasión para pensar si no es hora de que el país sepulte la discusión sobre colores y vuelva de una vez a cazar ratones.

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