domingo, 17 de enero de 2010

El poder y la impotencia. Por Jorge Raventos


Nueve días atrás, apenas iniciado el intermezzo que protagonizan el Poder Ejecutivo y Martín Redrado, el jefe de gabinete, Aníbal Fernández, sugirió que lo que estaba en discusión en ese tironeo era quién tomaba las decisiones en la Argentina, quién gobernaba. Bien: la respuesta que dejan estos diez días es una ironía del kirchnerismo: las decisiones las toman varios, pero cada vez es menos claro quién gobierna, porque esas decisiones las obedecen pocos; el poder que el gobierno se esfuerza en concentrar, parece evaporarse.
Aquel mismo día de Reyes, en un paréntesis de sus reflexiones públicas sobre el poder, Aníbal Fernández anunció al país que Martín Redrado ya no era presidente del Banco Central y aseguró que ya había sido designado su reemplazante: Mario Blejer. Puede constatarse que ni una ni otra cosa se ha cumplido. Es más: todavía no se han concretado los objetivos de los últimos dos decretos (“de necesidad y urgencia”) de la Presidente. El Fondo del Bicentenario no tiene fondos y Martín Redrado sigue como Presidente del Banco Central. Reflejo del vaciamiento del poder: Redrado es legalmente número uno del Central, pero aunque ocupe ese despacho, no lo gobierna, ya que su directorio se lo impide. A la vez, el directorio, que en su rebeldía muestra obediencia a Olivos, tampoco ha conseguido que su orden principal –traspasar 6.500 millones de dólares del Central al Poder Ejecutivo- se efectivizara, porque la disposición fue resistida por la línea profesional del Banco.
La lógica hipercentralista del kirchnerismo, obsesionada por concentrar poder, termina diluyéndolo.
Tanto el propio, como el de las instituciones que toca. Y, por cierto, el poder de la Argentina.
El embargo de reservas del Banco Central depositadas en el banco de la Reserva Federal de Nueva York, por disposición de un juez de los Estados Unidos representa, sin duda, un golpe durísimo contra nuestro país.
Señala Pascual Albanese en un análisis reciente y a la vista de ese embargo : “pese a participar formalmente del Grupo de los 20, esta acentuación de su estado de marginamiento de la comunidad financiera internacional hace que la Argentina padezca hoy la situación de aislamiento externo más grave de su historia desde la guerra de Malvinas en 1982”.
Ese embargo –provisoriamente levantado el viernes por el juez Thomas Griessa, mientras prepara una definición de fondo – era previsible. En primer lugar por el natural activismo de los bonistas insatisfechos: la deuda incumplida con aquellos que no aceptaron el canje del año 2005 dejó al país (aunque el gobierno mirara todos estos años para otro lado) en un default que se ubica, por su monto, en tercer lugar en el mundo, después del ruso de fines de los años 90 y del que nuestro país declaró en 2001.
El Banco Central ha contado para la protección de sus reservas frente a la amenaza de embargos con la ostentación de su autonomía, que le permite diferenciar sus cuentas de las del Estado, que es el suscriptor de la deuda pendiente de pago.
Fue este argumento el que estalló con la firma del decreto (“de necesidad y urgencia”) de la señora de Kirchner tanto como de la abundante argumentación suministrada en su defensa por el jefe de gabinete, el ministro de Economía Amado Boudou y su viceministro, Roberto Feletti. No es sorprendente que los llamados “fondos buitres” aportaran al juez Griessa esos testimonios (decreto, declaraciones) como prueba de que el argumento de la autonomía del Banco Central no era más que una excusa, una careta: la Presidente decidía tomar de esos fondos con un úkase y Economía admitía que con ellos pensaba afrontar gasto corriente, aunque la primera coartada del Fondo del Bicentenario fuera garantizar el pago de deuda del año en curso.
El embargo de Griessa venía a darle la razón a los reparos que esgrimía Redrado ante el traspaso de dólaresque le reclamaba la Presidente, objeciones que habían sido expuestas ya en diciembre por muchos economistas y por varios opositores.
El fracaso de la estrategia y los modales del Ejecutivo quedaron descarnadamente expuestos en varios planos:
· Sus movimientos han incrementado las vulnerabilidades del país.
· Su pretensión de hacer caja, una vez más, manoteando fondos ajenos para garantizarse la continuidad del disciplinamiento de las jefaturas políticas territoriales chocó con un obstáculo muy resistente. Sin los dólares del Banco Central el gobierno deberá afinar el lápiz, reducir gastos, incumplir promesas políticas.
· Se posponen sine die las conversaciones destinadas a reestructurar la deuda, que entusiasmaban a Boudou y a los bancos intermediarios. De un lado, la atmósfera de arbitrariedad creada por la pretensión de quedarse con los fondos del Central parecía un elemento disuasivo. A eso se ha sumado la reticencia de la Comisión de Valores de Estados Unidos (SEC), que objeta la información provista, en particular la elaboración estadística del INDEC.
· La pretensión de imponer sus decisiones a otros poderes e instituciones se topó ahora con una resistencia que, para el oficialismo (que no ha elaborado aún la magnitud de las derrotas que ha sufrido desde su pelea contra el campo hasta las elecciones de junio), resultó inesperada: resistió Redrado, actuó con independencia la Justicia, se movilizó el Legislativo para reclamar que los decretos presidenciales sean examinados por el Congreso (en rigor, la única “necesidad y urgencia” de esos decretos de la señora de Kirchner reside en su pretensión de eludir el escrutinio de Cámaras donde el kirchnerismo ya no cuenta con las mayorías automáticas de que dispuso hasta el fin de las sesiones ordinarias).
El gobierno se ha pialado en su propio lazo. Acostumbrado a confundir gobierno con mando centralizado y a arrinconar a quienes define como adversarios, su debilidad política queda al desnudo cuando manda y no consigue ser obedecido; cuando fracasa en el logro de sus objetivos. Al transformar cada situación en una pulseada de poder, convierte cada derrota en un desafío a la gobernabilidad.
Con aquella lógica el matrimonio presidencial rechaza los gestos con que sectores de la oposición aspiran a darles una salida elegante. Es que esa salida implicaría someter al Congreso el problema del Fondo del Bicentenario y el Ejecutivo se encierra en su concepción, según la cual puede gobernar tres meses por año por decreto, sin consultar al Poder Legislativo.
Aunque ya hay muchos oficialistas que cuestionan discretamente el rumbo definido desde Olivos y visualizan un acuerdo legislativo como el único camino para atravesar la crisis institucional generada, la resistencia a esa vía se encuentra en la cúspidedel kirchnerismo. Los Kirchner asumen ese procedimiento como un insoportable recorte de su mando y, tal como ocurriera frente al campo durante 2008, rechazan los llamados al diálogo.
Sin una salida a la vista que se elabore en el campo político, la tendencia es que el conflicto se judicialice.
La prolongación de la crisis, que se manifiesta en distintas interpretaciones de la Constitución requeriría, así, alguna participación de la Corte Suprema. Con comprensible reticencia, los altísimos magistrados se resisten a cumplir ese papel. Quizás esa gambeta permita eludir otro conflicto de poderes: si actuara –como muchos constitucionales suponen- de modo de confirmar los límites al Poder Ejecutivo, probablemente caería, la Corte también, bajo el cargo de “conspiración” que los Kirchner reservan para explicarse y explicar las dificultades que atraviesan. Ya han incluido en esa conjura ( la “conspiración permanente” de la “máquina de impedir”) al vicepresidente Julio Cobos, a Redrado, a la mayoría de la oposición, a jueces argentinos y extranjeros (Thomas Griessa, ese “embargador serial”, según Boudou),al Grupo Clarín como expresión de los medios de comunicación;antes de ellos, el enviado de Barack Obama, el campo…
. “La Presidenta tiene una desconexión con la realidad”, diagnosticó esta semana el moderado Roberto Lavagna. El relato de la conspiración es, más bien, una manifestación de agotamiento ante una realidad que se resiste a los caprichos, una realidad a la que no se puede ya gobernar a los panzazos.
La ilusión de un poder sin contención de las instituciones, superconcentrado se desliza, así, hacia la impotencia. La realidad se observa como un peligro. Esa amenaza se llama ingobernabilidad.
Señala Pascual Albanese en el trabajo que mencionamos antes: “En la Argentina, como ocurre en otros países latinoamericanos frágiles institucionalmente, el término juicio político, más que a un mecanismo constitucional específico, remite a un procedimiento de relevo presidencial impulsado en una situación de extrema conmoción interna y legitimado por la opinión pública, el Congreso y el Poder Judicial. En este contexto tienen que interpretarse las señales de negociación emitidas por la oposición política, especialmente por el radicalismo, para frenar una escalada de confrontación que derive en una crisis institucional desatada por un serio conflicto de poderes. Como ocurrió varias veces en el 2008 durante el transcurso del conflicto agropecuario, cuando la Mesa de Enlace buscaba afanosamente una vía de acuerdo con el gobierno, la respuesta está en manos de Kirchner”.

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