Así
como existen determinadas sustancias que generan a nivel individual enfermiza
dependencia entre quienes las consumen, distorsionando su visión de la realidad,
de idéntica forma existen, a nivel social, políticas y filosofías que generan
adicción y alucinación en la población.
La
diferencia entre una droga de consumo individual y una social, es que la
segunda, cuando se instala en el Estado, nos vuelve a todos víctimas de sus
efectos. Es decir, nos hace pagar a todos el costo de la adicción.
El
estatismo, entendido como la paulatina injerencia del Estado en la vida social e
individual, es una de las drogas sociales por excelencia. La relación que el
estatismo tiene con el socialismo es a menudo difusa. No obstante, entiendo que
el estatismo puede ser concebido como una estrategia de construcción gradual,
prolongada e ininterrumpida del socialismo.
Friedrich
Hayek, en su célebre obra Camino
a la servidumbre, explicó cómo funciona esta droga social, demostrando que
a cada política estatista implementada, le seguiría otra del mismo signo, pero
de mayor magnitud. Herbert Spencer, uno de los filósofos más importantes del
siglo XIX, predijo hace casi ciento cincuenta años en su ensayo La
esclavitud futura, de qué forma el Estado, en la construcción del
socialismo, iría adueñándose de la vida de sus ciudadanos transformándolos en
sus súbditos. Es innegable que sus vaticinios se han ido cumpliendo con
precisión de centavo.
Pero
además de generar −al igual que las drogas individuales− este círculo vicioso,
el estatismo provoca, asimismo, distorsiones en nuestra percepción de la
realidad. Entre otras cosas, nos empuja a creer que en el Estado se encuentra la
solución a todo problema; que los recursos caen como maná del cielo y que, por
tanto, sólo es cuestión de saber distribuirlos (algo que el Estado sabría hacer
con perfección). Quizás aquí resida la explicación más contundente al hecho de
que todos los políticos populistas sean inexorablemente estatistas. Y es que
mantener al pueblo bajo un efecto de alucinación permanente es condición
necesaria para manipularlo.
Todo
lo que hemos dicho hasta aquí, puede ilustrarse en un hecho concreto que ha sido
dado a conocer en estos días: el Ministerio de Salud bonaerense está
confeccionando un proyecto de “implantes mamarios para todas”. Leyó bien:
después del “fútbol para todos”, la “milanesa para todos” y el “automovilismo
para todos”, llegaron las “siliconas para todas”. Así las cosas, cuando pensamos
que el Estado no podía incurrir en frivolidades de mayor magnitud, esa droga
social llamada estatismo nos demostró que la adicción consiste precisamente en
caer siempre más bajo. Aún más bajo de lo imaginable.
Hacerle
creer a la gente que a partir de ahora tener el busto prominente será gratuito,
constituye el componente alucinógeno de esta nueva dosis de estatismo; tan
alucinógeno como pensar que el fútbol, la milanesa y el automovilismo fueron
gratuitos también. La realidad, en efecto, es menos agradable: nada es gratis en
esta vida.
Que
las mujeres que accedan a estos beneficios estéticos no paguen directamente por
ellos, no significa que éstos no tengan costo alguno. Significa, por el
contrario, que otras personas, muchas de las cuales no pueden siquiera acceder a
servicios básicos de salud, estarán pagándolo por las beneficiarias. En eso
consiste, en definitiva, el eufemístico “para todos”. Algunos se benefician,
todos lo pagan. ¿Cómo? Con los impuestos directos e indirectos a los que nadie
escapa.
La
explicación justificatoria que han dado los impulsores del proyecto sostiene
que, en resumidas cuentas, es necesario “democratizar” la “autoestima” de las
mujeres. ¿Qué significa semejante disparate? Pues que aquellas personas sin
problemas de autoestima, incluidas aquellas cuyas necesidades de primer orden no
les permiten siquiera pensar en ello, deberán cargar con el costo de aquellas
que aleguen necesitar insertarse silicona en los pechos para superar sus
conflictos anímicos. ¿Y qué tiene que ver esto con la democracia? Evidentemente
nada. Sacrificar a algunos en frívolo beneficio de otros no es democrático; es
autoritario.
Resulta
tan potente el efecto estupefaciente del estatismo que, además, nos hace olvidar
del llamado “costo de oportunidad”. Este es el nombre de una idea muy sencilla y
lógica: que todo aquello que se hace, tiene como costo de oportunidad todo
aquello que se deja de hacer. Así las cosas, en un mundo irreal en el que los
recursos son ilimitados y gratuitos (tal el espejismo que genera en la gente la
droga estatista) el costo de oportunidad no tiene sentido, pues nada tiene
costo.
¿Pero
cuál es el verdadero costo de tantas políticas populistas “para todos”? A nivel
individual, elevadísimas cargas impositivas que restringen la libertad de los
ciudadanos, disminuyendo la porción de ganancias que éstos podrían administrar
autónomamente. A nivel social, un Estado más preocupado por el “pan y circo”,
que por cumplir su función básica: proteger los derechos de sus
ciudadanos.
La
cura de esta droga social llamada estatismo, es de similar naturaleza a la cura
de las drogas individuales: una revolución moral que revalorice las ideas de
responsabilidad, libertad y autonomía individual.
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